Monday, April 2, 2007

BOLETÍN INFORMATIVO

Hola a todos:


Hoy tratamos de compensar a los lectores por el abandono de los últimos meses. Hay varias crónicas nuevas (cuatro en total), así que "denle pa'bajo".

Hugo está obsesionado con que los lectores lloren con su crónica, así que POR FAVOR, si les conmovió en lo más mínimo, si remotamente les aguó los ojos, háganselo saber en "Comentarios".
Paradójicamenre, le alegrarán el día.

Saludos y feliz "ley seca" (para los venezolanos),
C.

CD11 - HUGO Y EL LOBO. O de cómo vivir en Dublín no es muy distinto a vivir en Caracas

Los instruidos lectores de estas Crónicas conocerán de sobra la historia de Pedro, aquel pastorcillo mentiroso que sufrió los estragos de su mala maña cuando el lobo apareció en verdad y devoró a sus pobres ovejitas. Esta breve crónica es una invitación a que apoyen mi iniciativa de cambiarle el nombre a la popular fábula infantil. En lugar de “Pedro y el lobo”, propongo “Hugo y el lobo”. He aquí la razón:


Ya sabrán nuestros asiduos visitantes que los anfitriones de este blog somos fieles seguidores de U2, así como fervientes cinéfilos. También recordarán que Hugo es propenso a jugar con mis sentimientos cada vez que se le presenta la ocasión. De este modo, desde que nos mudamos a Dublín, Hugo ha hecho de las suyas cada vez que vamos paseando por la ciudad y nos topamos con algún irlandés cuyo fenotipo es como el de Bono, Edge, Larry o Adam (es decir, casi el 80% de los habitantes de la isla). “¡Ceci, mira a Edge!”. Yo, ilusionada e inocente, volteo con el corazón en la boca esperando ver la cara familiar. Obviamente, patrañas… También me hizo la sucia jugarreta hace unas dos o tres semanas mientras caminábamos por Grafton Boulevard: “Ceci, acabo de ver a Donald Sutherland en esa tienda”. Otra desilusión…

El lector se preguntará por qué he caído, repetidamente, en las triquiñuelas de Hugo. No puedo responder sin un cliché, pero aquí va: el amor es ciego.

Hoy, sin embargo, se cumplió la profecía de “Hugo y el lobo”, como el título de la crónica lo indica. La tarde estaba despejada, sin una nube en el cielo. Diez grados, poca brisa. Decidimos ir a tomar un café a Dun Laoghaire, un puerto al sur de la ciudad.

Al terminar, Diego estaba con ganas de pasear, así que fuimos a caminar al malecón. Tomamos algunas fotos de las olas golpeando las rocas, las casas victorianas al fondo, el atardecer rojísimo, las gaviotas sobrevolando el puerto.

Mucha gente caminaba y patinaba por el muelle. Yo estaba distraída, haciéndole morisquetas a Diego, cuando de pronto Hugo exclamó: “¡¡¡Mira a Colin Farrell!!!”. El lector seguramente empatizará conmigo y comprenderá por qué miré a Hugo con desidia y, más por costumbre que por convicción, volteé con fastidio e incredulidad hacia donde él estaba mirando. A medio metro estaba, efectivamente, Colin Farrell, sentado en las piedras del malecón junto a su novia (¿esposa, concubina, arrejunte?) y un bebé.

Pero claro, nosotros estábamos caminando, y mientras Hugo me señalaba al actor, yo pensaba en todas sus tretas pasadas, en los sinsabores al descubrir que no decía la verdad, en que éste sería otro chiste cruel, etc. Para el momento en que volteé, ya tenía a Farrell a mi derecha y no podía girar completamente para observarlo con comodidad…

Los que estudiaron conmigo recordarán inmediatamente mi color “rojo exposición”. Así fue como me puse nada más de pensar si le pedía una foto. Hugo me azuzó para que lo hiciera. Hubo apuestas, sobornos, chantajes. Pero nada. Mi pena fue más grande que las ganas de ilustrar esta crónica, así que los pobres lectores se tendrán que conformar con estas fotos “de retruque”:




[El tipo de la boina con sweater beige es C.F.]

Para consolarme, reconstruí en mi cabeza aquel chiste malo de “Métete tu gato por el c…”. Me imaginé acercándome al actor, disculpe que lo moleste en este momento de intimidad, pero… Si te das cuenta de que es un momento íntimo, ¿por qué interrumpes entonces? De verdad qué pena, lo siento… Me vengo a este rincón del malecón para que la gente metiche no me fastidie y vienes a pedirme una foto… No seas tú tan paj…

De este modo, Colin Farrell resultó ser un verdadero patán, antipático y grosero. Menos mal que no le pedí la foto y me ahorré la calentera…


* * *

Finalmente, todo este episodio nos llevó a reflexionar sobre nuestras andanzas por el mundo. ¿Qué diferencia hay entre vivir aquí y vivir en Caracas? Llegamos a la conclusión de que no hay ninguna. La vida se desarrolla paralelamente en cada sitio. Si estuviéramos en Caracas, probablemente nos habríamos encontrado a Daniel Sarcos (como de hecho nos ocurrió una vez en Sushi Market). Pero vivir en Irlanda nos hace tropezar con celebridades locales, de modo que en lugar de haber visto al afamado maracucho paseando con la Chiqui por Macuto, ayer vimos a Colin Farrell paseando con su novia por Dun Laoghaire.

Como diría la Primerísima Mirla Castellanos (burdamente imitada por Rubén Blades), “la vida es una tómbola, tom-tom-tómbola…”.


Hasta la próxima,
C.

CD10 - De cómo Diego se convirtió en General

A pesar de su corta experiencia gastronómica, podemos afirmar con certeza que Diego es buena encía. Su primer cereal fue devorado con gusto, toma por igual teta y fórmula, y ya cuenta en su haber la zanahoria, la batata (= patata dulce), parsnip (la traducción de diccionario es pastinaca o chirivía…), cambur (= banana), compota de zanahoria, parsnip y pollo, y compota de cambur y durazno. Hoy, sin embargo, recibí devastada su primera negativa: el brócoli.


Los eventos son muy recientes como para hacer una crónica objetiva. El campo de batalla aún está humeante. Llegará el día, supongo, en que pueda narrar con serenidad lo ocurrido. Pero no hoy, no hoy…

Hubo artillería, bombardeos terrestres y aéreos, minas y combate cuerpo a cuerpo. Arcadas, tos, ojos rojos y algunas lágrimas (en ambos bandos).


Las palabras se me quedan cortas… Sólo me vienen a la cabeza eventos aislados… Waterloo, Carabobo, Normandía, Iwo Jima, Gettysburg…

La lucha fue agotadora. Así quedó Diego unos minutos después:



Los restos vegetales del brócoli yacen, junto con mi orgullo, por toda la explanada. Perdí la batalla, lo reconozco, pero no me doy por vencida. La guerra aún no termina.





Hasta la próxima,
C.


PD: Para ver un rodaje de la batalla, pueden hacer click aquí, pero quedan advertidos... Estas imágenes pueden ser perturbadoras para los más sensibles: http://www.youtube.com/watch?v=B8Whz5Q8QFM

CD9 - De cómo Diego se convirtió en ciudadano. O de la saudade

Más que una crónica, este breve escrito es un canto fúnebre a la burocracia venezolana. Un treno a la posición del hombre ante el Estado bananero.

* * *

A finales de noviembre, nos enrumbamos una nublada y gris mañana al registro civil para hacer constar ante el mundo que Diego había nacido. Nos levantamos casi de madrugada. Armamos un sobre manila con todos los documentos que nos pasaron por la cabeza, junto con sus respectivas fotocopias (pasaportes de ambos padres, cédulas de identidad venezolanas por si acaso, carnets de identidad irlandeses, permiso de trabajo de Hugo, constancia de trabajo de la compañía, acta de matrimonio -original y traducida-, títulos universitarios, fotos tamaño carnet, cuanto papel nos dieron en el hospital, planillas bajadas de Internet, carnet del seguro social, nuestras propias partidas de nacimiento, etc., etc., etc.). Llegamos al registro con esas mariposillas que cualquier venezolano ha experimentado en la barriga antes de hacer un trámite legal. Para los lectores no venezolanos, se trata de una sensación compleja: una mezcla de emoción, temor ante lo desconocido, miedo al rechazo. La adrenalina corre vertiginosamente por el cuerpo. ¿Habré traído todos los requisitos? ¿Me tocará un funcionario patán, imbécil, chanchullero? ¿Cuántas horas de cola haré? ¿Quiénes serán mis compañeros de trámite: la vieja parlanchina, el estudiante taciturno, el motorizado altanero?

Al llegar a la puerta del edificio, Hugo y yo nos tomamos de la mano… Recuerdo haberle comentado que éramos un par de locos al haber llevado a Diego a hacer la diligencia. “Típicos padres ultra emocionados con el primer hijo”. Pensé en todas las enfermedades que podría contraer si estuviéramos en la Diex (ahora Onidex) de El Silencio, y un escalofrío me recorrió la espalda.

Al abrir la puerta, quedamos profundamente confundidos. Un portero nos ayudó con el coche y nos indicó con quién debíamos hablar en la recepción. La señora que atendía recibió los documentos inmediatamente, y dijo que nos llamarían de uno de los cubículos en seguida. Nos mostró las sillas donde podíamos esperar. La sala era bastante cómoda, con muebles nuevos y un par de televisores sintonizados (sin volumen) en las noticias. Había una radio encendida. Poco a poco fueron llegando más parejas con sus cochecitos (no éramos los únicos padres orgullosos que querían exhibir a su bebé, después de todo). Todos echaban un vistazo al bebé de al lado y les sonreían empáticamente a los padres. Ningún bebé lloraba o chillaba. A los pocos minutos, una señora nos llamó y nos acercamos al cubículo. La mujer tecleó unas cuantas palabras y todos nuestros datos aparecieron en la pantalla de la computadora. “¿Están en orden todos datos? ¿Hay algo que deseen modificar?”. Nos hizo estampar nuestras firmas electrónicas en una pantallita y nos preguntó cuántas copias de la partida de nacimiento queríamos (€12 cada una). Tres, por favor. Salimos a pagar en la recepción, donde ya la primera señora estaba esperándonos con las copias en la mano.

Exactamente 25 minutos después de que nos bajamos de carro, estábamos Diego, Hugo y yo saliendo del registro, mientras la radio emitía la voz de Bono cantando “It’s a beautiful day”.



Mientras regresábamos al carro, una furtiva lágrima nos corrió por la mejilla, confundida con la garúa dublinesa. Una lágrima por esa nostalgia extraña por lo que no se tiene. Así fue como descubrimos, por contraste, que hacer trámites legales en Venezuela tiene el encanto de la saudade.

El primer mundo es aburrido.


Hasta la próxima aventura,
C.