Tuesday, January 20, 2009

CD14: PINTURA FRESCA - Reloaded

A Dani E. y Sam, que están por conocerse.


Contra todos los pronósticos, comencé a escribir esta crónica diligentemente unos días después del parto, pero el destino ha querido que duerma un poco más las ideas y ha tenido la gentileza de dejarle la ventana abierta a un par de cacos irlandeses para que se llevaran mi laptop, donde tenía casi terminada la crónica original –Pintura Fresca.

Han pasado casi cuatro meses y aún sigo esperando que el cansancio se disipe y despeje mi cabeza para recordar mejor cada momento, pero no llega el día. Andrés llegó tan rápido que esta vez no hay detalles claros no por la anestesia, no por el cansancio, sino porque el pequeño rompió la barrera del sonido. En esta crónica no va a haber soundtrack o momentos de lucidez reflexiva…

La reflexión vino a priori y a posteriori. Durante el embarazo estuvimos recordando y comparando frecuentemente. A pesar de que Diego había superado todas nuestras expectativas, en cierto modo pensábamos que esta vez no habría muchas sorpresas. El segundo embarazo se dio con menos sobresaltos y angustias (y menos molestias en el primer trimestre). El cuerpo parecía ya acostumbrado a los cambios radicales. Cada uno, por su lado, imaginaba a Andrés como una fotocopia de su hermano mayor. Cuando me hicieron el último eco 3D quedamos convencidos. Otro Diego-clon. Pero cada hijo se encarga de demostrar su individualidad a toda costa, así que Andrés comenzó a patear antes de tiempo. Las últimas semanas del embarazo fueron agotadoras. Las Braxton-Hicks, que con D fueron moderadas, indoloras y hasta divertidas, con A cada vez dolían más. En lugar de estar tranquila porque ya sabía cómo era el asunto, estaba desconcertada por los nuevos síntomas. El 23/9 me desperté con contracciones bastante fuertes, pero irregulares. Estuvimos esperando, haciendo apuestas a ver si Andrés iba a nacer el día del cumpleaños del tío PP, pero nada… Las contracciones iban y venían. Ya estaba durmiendo bastante mal y tenía mucha ansiedad por la llegada de CC (el 25/9). Finalmente, el domingo 28, a las 9 de la mañana, me desperté cuando sentí que rompía fuentes. Algo novedoso. Con D me rompieron fuentes en el hospital, con contracciones fuertes de por medio.

Como el primer parto había sido tan rápido y ya tenía contracciones esporádicas, estaba segura de que ahora la cosa sería rapidísima. Por eso me sorprendió que pasaran los minutos y nada, ni el más mínimo dolor. Me dio tiempo de bañarme, arreglar el cuarto, despertar y darle desayuno a Diego, y terminar de alistar la maleta.

Llegamos a la clínica a eso de las 10:15. En esta segunda vuelta, cambiamos de locación. Ya no se trataba de un hospital viejo, en el corazón de Dublín georgiano, sino de una clínica más parecida a lo que uno ve en Caracas.

Cuando tuve a D, recuerdo tener la sensación de que ahora pertenecía a otra casta, que algo metafísico me separaba de los hombres y del resto de las mujeres que no tenían hijos. Con el tiempo esta sensación no desapareció, pero sí fue amainando. Después de experimentar los cambios increíbles de los nueve meses de embarazo, después de sentir la violencia con la que la mecánica del cuerpo trata de expulsar al bebé, ninguna mujer es la misma de antes. Tenía muchos deseos de revivir esos sentimientos tan poderosos pero, en cierto modo, pensaba que ya lo había experimentado todo. Después de hora y media de haber roto fuentes, y sin indicios de contracciones, debo confesar que estaba un poco desilusionada. Había demasiada lucidez (casi fría) en mi cabeza. Me hacía falta la adrenalina del susto, del dolor, de la expectativa…

Al llegar al piso de maternidad, me hicieron cambiar de ropa y me revisaron. La doctora de guardia (Valery) dijo que el trabajo de parto podía empezar en las siguientes 24 horas. Te puedes ir a tu casa si quieres. Pero mi voz interna gritó ¡Ni loca! Mientras H bajó a la administración a llevar unos papeles, la midwife –que en otro giro extraño del destino se llamaba Nora, al igual que mi abuela– me llevó a la habitación que me correspondía, para ponerme cómoda y esperar. Al llegar, la pareja que debía desocuparla no se había ido, así que tuve que volver al cuarto de examen. No habíamos terminado de llegar cuando tuve la primera contracción. Cuando H regresó, había tenido unas dos o tres más y ya estaban bastante fuertes. Nora me examinó de nuevo. Tienes cuatro centímetros de dilatación. Ya no creo que dé tiempo de poner anestesia…

Si las horas de parto con Diego fueron difusas y extrañas, los minutos del parto de Andrés fueron una especie de implosión temporal. No tengo nada claro. Hugo tampoco. Lo que en mi mente –aun hoy después de cuatro meses– fueron horas, en realidad fueron minutos. Un segundo estaba caminando por el hospital y al siguiente estaba inclinada sobre una cama, sudando frío y soñando con que me perforaran la espalda para ponerme la epi.


* * *


Pero antes de llegar a ese punto, un inciso explicativo. Como ya confesé en la crónica de Diego, yo había pasado ese primer embarazo con la fantasía pseudo-amazona de tener el parto lo más natural, menos intervencionista posible. La realidad, aquella madrugada del 13 de octubre, me dio una bofetada en la cara. Me encontré a mí misma lloriqueando y pidiendo clemencia. Una epidural más tarde, tuve un parto intelectualmente lúcido y transparente. Puja, respira, aguanta, puja, bienvenido Diego. No me arrepiento de haber sucumbido ante la anestesia. Disfruté cada contracción, tuve conciencia plena de las “etapas del parto”, una a una. Toqué, vi, sentí (claro, como quien siente un puñetazo a través de una almohada). Un año después, en octubre del 2007, mi amiga mexicana Rossy daba a luz a Tavito epi-free (más por accidente que por decisión propia). Hablar con la Rose después, ver su cara de serenidad… Pues sí, Ceci, me dolió un chorro, pos ni modo… Quedé picada. ¿Cómo que pos ni modo? ¿Cómo se sobrevive a algo así? Ahora esta pregunta sí tenía un fundamento empírico. Si unas cuantas horitas de contracciones habían doblegado mi espíritu y mis convicciones, ahora sabía a cabalidad que un parto sin anestesia debía ser algo de otro mundo. Para una casta de súper-mujeres que ya casi no existía.

En julio del 2008, apenas semanas antes del nacimiento de Andrés, mi amiga argentina Lola también dio a luz sin anestesia. Esta vez oí la historia a minutos de haber ocurrido, por boca de ambos padres. Lola era, sin duda, otra súper-mujer. Esa noche estaba radiante, como si nada. ¿Pero no te dolió horrores? ¿Cómo hiciste? Y nada, así nomás, me dijo levantando hombros y cejas. Yo, por mi parte, ya muy cansada y recordando con vivacidad el dolor de las contracciones, me sentía cada vez más lejos de esa casta. Ya estaba decidida a aguantar lo necesario de mi casa al hospital, a ponerme en posición fetal y a recibir los beneficios analgésicos que nos regaló el siglo XX.

Pero las cosas siempre terminan pasando de la manera más imprevista, a pesar de que el cosmos no cesa de dejar señales en todas partes. No bastaba con las experiencias cercanas de Rossy, de Lola, de Anne (una compañera de colegio noruega que parió en su casa a un niño de casi cinco kilos en primavera). Después de muchos años de habernos perdido la pista, en verano volví a saber, vía Facebook, de una querida amiga del Cristo Rey: Samanta. Sami estaba embarazada de su segunda hija y esta vez quería lanzarse a parir al natural. Hablamos de nuestras experiencias, de la necesidad cultural por la anestesia, las inducciones y la cesárea, el miedo al dolor y de cómo hemos aprendido a subestimar el aguante femenino. Todo estaba por verse. Una cosa era hablar, otra parir. Unos días después del nacimiento de su Amaya, Sami me escribió contándome con detalle lo que ella calificó como “una experiencia orgásmica”. A pesar de su entusiasmo y sus palabras alentadoras, en ese momento me sentía completamente incapaz de sobrellevar algo parecido a lo que me contaba.


* * *


No recuerdo en qué momento pasé de estar parada a recostarme en la cama. Supongo que fue cuando la doctora de turno regresó a revisarme y dijo que ya tenía ocho centímetros (mi fantoche de doctor, que nos estafó por nueve meses y nunca me tocó la barriga siquiera, no apareció jamás). La cosa es que la gente seguía entrando y saliendo de la habitación, y en una de esas llegó el anestesiólogo –un hombre enorme, gordo y pelón, con dedos de tequeño (o, referencia más internacional, con dedos de morcilla pálida). Pero la apariencia física del doctor era lo de menos. El elemento clave aquí es que el anestesiólogo, el tipo que iba a meterme una aguja entre vértebra y vértebra, temblaba como gelatina. Quise creer que la que temblaba era yo, que estaba viendo mal. Pero ya las contracciones no tenían pausa. Era una continua batalla muscular. La cuestión es que el simpático Dr. Parkinson me perforó la mano para ponerme la vía y luego me invitó a ponerme en posición fetal, sobre mi lado izquierdo y a la orilla de la cama. Pero una vez de medio lado, ya las ganas de pujar eran más fuertes que mi amor por los barbitúricos. El doctor seguía diciendo Tranquila, sólo respira (cabe mencionar que entre el dolor y las instrucciones cruzadas del doc y la enfermera –Respira largo y profundo, honey, y Bocanadas cortas y seguidas, poh poh poh– yo ya estaba mareada e hiperventilando). Para hacer el cuento corto, y así serle fiel a los eventos, cada vez que me daba el retorcijón –disimuladamente y como quien no quiere la cosa– pujaba un poquito y el alivio era tremendo. Cuando el doc se volteó para buscar el catéter declaré, categóricamente, I need to push, y mientras lo decía, hecha un ovillo y en el borde de la cama de aquel cuarto de examen, pujé tal como la naturaleza me lo pedía. Lo siguiente que supe fue que el doctor me palmeó en el hombro y me dijo Hice todo lo que pude, honey, y se largó por donde vino. Hubo un revuelo en la habitación (honestamente, no sé cuánta gente había; creo que sólo quedaban Hugo y Nora). Sólo sé que Nora me levantó la pijama y me dijo Arrímate al centro de la cama, o vamos a tener que atajar al bebé en el aire. No sé cómo hice, pero entre pujadas y a empujones de Hugo, me arrimé. Seguía en posición fetal y seguía pujando sin mucha técnica (atrás habían quedado los consejos y las clases prenatales…). Mi mortificación inmediata era cómo iba a hacer para pujar y levantar la pierna al mismo tiempo. El pobre Andrés iba a nacer como una barajita. Pero Nora pareció leerme el pensamiento y le dijo a Hugo que me soltara la mano y se hiciera útil. Creo que en ese momento llegó otra enfermera a ayudar. La siguiente mortificación fue ¿De dónde me agarro? ¿Qué hago con las manos? Estiré los brazos por encima de la cabeza y agarré lo primero que encontré –tal vez el copete de la cama, tal vez el borde del colchón. En un momento de lucidez sí recordé que era más eficiente pujar mientras exhalaba, con la barbilla al pecho y sin hacer la fuerza con la cara. Traté de establecer algún ritmo (eso había sido tan fácil con Diego), pero esta vez el cuerpo dictaminaba la metodología. No creo haber pujado más de tres veces cuando alguien notó la aparición de una cabeza. A mí no me hacía falta el anuncio. Era clarísimo el trayecto del bebé. En ese instante recordé con nitidez las palabras de mi amiga Samanta: el anillo de fuego. Es una sensación muy particular cuando la cabeza está coronando y comienza a salir. Esta es la parte del relato donde todo el mundo tiene el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Esta es la parte del parto que yo no concebía sin anestesia. Este es, sin embargo, el momento de mayor alivio de los nueve meses de embarazo. A pesar del ardor y del dolor, a pesar de Hugo diciéndome No grites, Ceci (y yo mentalmente respondiéndole Acuéstate y pare tú, condenado), los segundos que dura el paso del bebé al mundo exterior, umbral foucaultiano de episteme a episteme, ruptura de ciclos, estallido de vida, es el mejor momento de toda mi existencia.

Después de esos segundos hay tanta adrenalina en mi cuerpo que no puedo parar de temblar y llorar. Siento que puedo parir cien veces más y que soy indestructible. En algún momento me pusieron boca arriba, pero no recuerdo cómo me volteé o cómo me sostuve. No recuerdo quién le cortó el cordón al bebé, jamás le vi la cara a la otra enfermera. Las rodillas eran de gelatina, sudaba frío, pero era la mujer más fuerte del mundo. Tuve la tranquilidad de ver el reloj de la pared (eran las 12.21) y de recordarle a Hugo que tomara fotos (la cámara había quedado abandonada al otro lado de la habitación). Andrés lloraba a todo pulmón. Me levantaron la pijama y me lo pusieron en el pecho.


Con Andrés sobre mí, después de esa batalla campal, mi cuerpo flotaba por encima de todos. Las enfermeras me hablaban, yo respondía en un inglés fluido, como si nada, pero al mismo tiempo, como desdoblada, veía la escena desde otro ángulo (la adrenalina es así de mágica…).

La certeza que tuve ese día es que debe haber sólo un puñado de sensaciones físicas tan poderosas como un parto. Yo nunca había experimentado algo tan intenso e instintivo como esa mañana del 28 de septiembre. El cuerpo estaba actuando por encima de mi voluntad racional, dictaba y ejecutaba, y yo no podía escuchar más voces que las del instinto.

Después del torbellino, la verdadera sorpresa fue cuando por fin lo vi de frente. Andrés era distinto a Diego. El lector puede pensar que soy una perfecta idiota al haber esperado lo contrario, pero ni la más florida de las imaginaciones puede construir la cara del bebé que está por nacer. Andrés era otro, único desde el segundo en que supimos del embarazo. Sus manos, su olor, la manera de relacionarse conmigo, con Hugo, es distinta y particular. Renacen los miedos iniciales, como si no hubiéramos tenido ya otro hijo: qué tiene, por qué llora, lo estaré agarrando bien, me va a querer, será una buena persona (será un serial killer), cómo sobrevivo si le pasa algo. Doy a luz y me reexamino como persona. Mi cuerpo, adolorido y cansado, está más vivo que nunca. Soy capaz de todo. Logré ser parte de esa casta superior que en realidad somos todas las mujeres. Me reexamino espiritualmente. Ser papá te hace fuerte y te hace más vulnerable que nunca. El hijo –el primero, el segundo, el quinto– es el punto débil. Cuando llora, cuando se retuerce por un simple cólico, te quitan el piso de los pies. Cuando tomas conciencia de que le puede pasar algo, que el mundo es hostil y que a la vuelta de la esquina hay algo que le puede hacer daño, entonces te provoca hacerte un ovillo y llorar a moco tendido.


El saldo final, aparte de un bebé hermosísimo, peludito y gordo, fue que me saqué el clavo de ver cómo era posible superar los prejuicios del dolor y sentir lo que habían sentido mis abuelas. El aprendizaje inmediato es que soy una “adrenaline junkie” y repetiría la experiencia segundo a segundo. Sentir, un minuto atrás, al bebé moverse en la barriga, y al siguiente tenerlo en brazos después de un proceso casi sísmico es simplemente sobrecogedor. Después de minutos, horas tal vez, de no poder discernir, encuentro en mis brazos a una persona tan frágil durmiendo, respirando, apenas aprendiendo a moverse. Le apoyo la mano en el pecho y su calor me saca lágrimas. Vuelvo a tener ese vértigo en el estómago que tuve dos años atrás: me necesita tanto, pero yo lo necesito más a él. Y desde ese momento, el verdadero instante en que Andrés y yo nos conocimos, me convertí en Ceci, la mamá de Diego y Andrés. Esa es mi nueva, verdadera identidad. Lo demás no importa, son adornos superficiales.


* * *


Es tarde. Todos mis muchachos están durmiendo mientras afuera llueve a cántaros y las gotas golpean el techo y las ventanas. Vivimos muy lejos. De vez en cuando bajamos la cabeza, abatidos por la distancia, y nos preguntamos cuándo será el próximo domingo, la próxima navidad, el próximo cumpleaños que pasemos con la familia completa. Pero cada parto es un comienzo nuevo, no sólo para el recién llegado, sino para todos los que estamos cerca de él. Ahora somos cuatro; nos necesitamos y nos hacemos compañía. Creamos nuestras propias tradiciones y nos hacemos el propósito, Hugo y yo, de multiplicarnos como padres para llenar el vacío que deja la distancia y el desarraigo. Llenar todos los huecos con historias, fotografías, visitas, viajes y proyectos. Es por eso que escribo estas caóticas palabras. Quisiera que supieran, tal vez cuando a ellos les toque ser padres, lo que sentí cuando llegaron. Que sepan que su compañía hace llevadero todo lo difícil que nos toque por vivir. Que sepan que el parto, experiencia increíble y vertiginosa, es sólo el comienzo de otra experiencia inconmensurable e inenarrable: verlos crecer y quererlos cada día más.


De este modo cierro, casi cuatro meses más tarde, la crónica del nacimiento de Andrés. He decidido mantener el título original porque sigo teniendo muy fresca la sensación de estar sometida al poder inefable de la naturaleza sobre mí y por encima de mi voluntad. Me disculpo por la falta de “poesía” en esta narración, la ausencia de hilo conductor, el fragmentarismo y demás pelones estilísticos (aparte, está de moda escribir mamarracho…). Cierro deseándoles a mis amigas barrigonas (y a las que están dándole vueltas a la idea) que tengan un buen parto y un feliz comienzo de nueva vida, en el sentido más verdadero de la expresión.

Ceci.