"El
que no quiere a su patria es un miserable"
Crecí
en casa de mis abuelos. Fui una niña feliz entre cuentos, rimas y comida
andina. Jamás me levantaron la mano, pero uno de los golpes más fuertes que he
recibido me lo dio mi abuelo la última vez que lo vi hace dos años. Me voló la
cara con esa sentencia. Y, como es habitual cuando a uno le pegan, me produjo
una mezcla de arrechera, indignación, culpa y, ultimadamente, auto-compasión.
Al final, hice las paces con mi abuelo y conmigo misma. No quiero a mi patria.
Es más, esa palabra me da alergia. Y sí, supongo que soy bien miserable. Mi
desamor, mi rebelión, la profanación de la palabra sacra tienen un alto precio.
* * *
"En
español, niños. Es lo único que nos queda"
En mi
casa, junto con el clásico "Mastica con la boca cerrada" o el "No
le pegues a tu hermano", el tercer gran mantra es "En español".
Lo repito, sin exageraciones, al menos unas 15 veces al día. Será obsesión de
lingüista, será orgullo malsano, pero esos niños van a crecer siendo bilingües
así deje medio estómago en el proceso. Hace unos días, sin embargo, mientras
cocinaba y los escuchaba jugando Nintendo en el comedor, me sorprendí a mí
misma diciéndoles "En español, niños. Es lo único que nos queda". No
lo planeé, no lo pensé. Me salió directo del hígado y, junto con esas palabras,
vino luego un chaparrón de lágrimas que tuve que esconder entre el paño de
cocina y el calor de las ollas.
Nunca
voy a dejar de ser venezolana. Siempre voy a comerme las eses, siempre voy a
decir chévere, siempre voy a tener
una obsesión antinatural por el plátano, y mi happy place siempre será esa esquina de Caracas en la que se ve El
Ávila y Filas de Mariche, con el cielo azul-diciembre y la montaña morada. Pero
más allá de eso (quimeras de mi memoria nostálgica), más allá de la religiosa arepa
o cachapa semanal, ya de Venezuela me queda muy poco. La inconveniencia de
tener que jalarle bolas al funcionario de turno en el consulado de turno para
renovar el pasaporte, el dolor de los amigos y familiares que siguen allá y no
puedo ver, el hueco en el estómago cada vez que leo una mala noticia. Más allá
de eso, en mi casa sólo queda el español (el ejpañol, de hecho). Espero que algún día mis chamos entiendan la
razón de mi sempiterno, obsesivo, persistente y monótono "En
españooool".
* * *
Mónica
Spear y Agustín
A
finales del 2006 mataron a mi "primo" Agustín. No era mi primo primo.
Era el primo hermano de mis primos hermanos, que por virtud de venezolanismo
puro y duro lo hace, efectivamente, mi primo. Nos veíamos poquísimo y habíamos
perdido el contacto casi por completo; sin embargo, cuando me enteré de la
noticia me sacudió como si hubiera sido mi propio hermano. No fui a su funeral.
Para ese entonces ya había puesto un Atlántico de distancia entre Venezuela y
yo. Creo, de hecho, que ni siquiera les di el pésame a su mamá ni a su hermana.
Pero tengo que confesar que cada vez que me acuerdo de Agustín lloro por él,
lloro por su mamá y lloro por todos nosotros, los malvivientes de mi generación.
¿Qué
clase de anti-país, de vórtex del mal es Venezuela, donde una madre lo primero
que piensa cuando su hijo no contesta el teléfono es "Hay que ir a
buscarlo en Bello Monte"? Agustín, llámese también Mónica Spear, Thomas
Berry, Fedor Vilachá, los hermanos Faddoul (o un etcétera de más de 120.000
nombres en 10 años) era un chamo normal, clase media, que andaba en un carro
normal, clase media, y "le echaba un camión" todos los días, como
suele hacer la clase media. Era un buen amigo y un buen hijo. Era una buena
persona. Es más, coño, era una persona. ¿Qué clase de enfermedad moral ha
infectado nuestra sociedad que hace que un ser humano agarre un arma, tantee el
peso del hierro en la mano, le mande la señal eléctrica al cerebro y apriete el
gatillo? A Agustín le dieron un tiro de gracia y lo dejaron tirado frente a la
Iglesia de (chiste cósmico) San Agustín. Maldita sea. Como un perro. Y han
pasado más de siete años y yo sigo con esa maraña de rabia que se aloja en la
base de la garganta y hace que llore sin control cada vez que pienso en el
miedo que debe haber sentido Agustín antes de morir. Maldita sea.
* * *
Los
huérfanos. Mae Sot, Caracas. La misma mierda
Hace
unas semanas tuve una de esas experiencias que te cambian la vida. Movida por la
iniciativa de mi amiga Lis (otra gocha, dicho sea de paso), visitamos un pueblo
fronterizo llamado Mae Sot. La idea era llevar juguetes, ropa y material
escolar a comunidades de desplazados birmanos, bajo la tutela de una ONG
española llamada Colabora Birmania. Tengo dos o tres semanas tratando de
dilucidar por qué el viaje me pegó tanto. Después de todo, yo vengo del tercer
mundo. El paisaje desde la ventana de mi cuarto era Petare en pleno. Crecí
agarrando monte con mis papás y viéndole la cara a la pobreza urbana y rural del país. Estudié
en sitios donde se hacía el intento de sensibilizarnos socialmente. Pero Mae
Sot me dio en la madre. Visitamos un colegio, una comunidad de trabajadores
migratorios y un orfanato. En este último me desbaraté. Le pregunté a Carmen,
una de las fundadoras de la ONG, si estos niños se podían adoptar. No, simple y
llanamente. Porque no existen. No los quieren en Myanmar, no los quieren en
Tailandia. No tienen pasaporte, no tienen estatus legal. La palabra abandono
parece un piropo. No-existen. Y ahora, viéndolo con un poco de perspectiva,
creo que fue el desamparo lo que me destruyó. La imposibilidad de salir del
hueco porque el estamento completo les pone el pie encima. A estos niños ni la
madre que los parió los quiso, el Estado bajo el que nacieron los desconoce, el
Estado en el que viven los ignora. Suena dolorosamente familiar.
Entonces
soy una miserable, tal como mi abuelo sentenció. Pero miserable en su acepción
de "desdichada, infeliz". ¿Cómo puede ser feliz una persona desamparada,
vulnerable, al antojo de fuerzas superiores e intocables (la impunidad, el
crimen, la burocracia, el aislamiento social, la escasez. La
imposibilidad)? Chavistas más,
opositores menos, los venezolanos nos hemos quedado huérfanos. Oportuna y
triste metáfora, pensando en esa pobre niña a la que le acaban de arrebatar sus
papás.
* * *
Mi
debate fue interno. No tuve estómago ni corazón para formular en voz alta mis
argumentos. Mi abuelo, en ese entonces de 93 años, no merecía mis diatribas de
amargura y desamor patrio. No puedo querer un sitio que me niega, en donde no
tengo espacio, en donde no valgo nada. Las playas bonitas las encontraré en
otras latitudes, a la gente "chévere" la conoceré en otros contextos,
con otros acentos. Patria es palabra tabú en mi casa.
* * *
De
ahora en adelante, cuando les cante mi letanía cotidiana a los niños -en secreto, en murmullos, solo
para mí- voy a añadir "En español, niños (por Agustín, por Mónica, por los
huérfanos y los miserables)".
C.
Egan
Bangkok,
enero 2014