The happy childhood is hardly worth your while.
Frank McCourt
Uno hace una lista mental de las cosas que quisiera y no quisiera para los hijos. Como dice Rubén Blades:
Y cuando crezca, ¿qué será? ¿Qué será? ¿Qué será? ¿Qué será? ¿Será acaso un pelotero,como Aparicio o Clemente,ídolo de su gentey gloria para el béisbol?O a lo mejor sale un genio en matemática,un inventor,un gran soneroy cuidao que hasta doctor.Y eso sí, Señor, lo pido en tu nombre:que no me salga indeciso,que no me salga ladrón.
En mi lista inicial, había pedido que no fuera militar ni sacerdote, que no fuera apático, que no fuera aprovechador. Pero después de leer algunas novelas autobiográficas, por favor, ¡que no me salga escritor!
Todo el mundo dice que la vida cambia radicalmente cuando uno tiene hijos. Eso lo sabía, pero jamás imaginé que mi perspectiva de lectora también iba a sufrir una metamorfosis a tal grado. Ahora, por ejemplo, me da un escalofrío en la espalda cuando J. M. Coetzee –despiadado– dice en Infancia (1997): “Lo que él no puede entender sobre su madre es que, a pesar de que es tan estúpida que no lo puede ayudar con sus tareas de cuarto grado, su inglés es impecable, en especial cuando escribe”.
En una entrevista, un periodista malintencionado le pregunta a Frank McCourt qué habría opinado su madre sobre Las cenizas de Ángela (1996). No le habría gustado en absoluto, afirma el escritor. La crítica duele, pero viniendo de los hijos da –literalmente– en la madre. Si la señora McCourt no hubiera muerto antes de la publicación de la novela, seguramente se le habría partido el corazón al leer aquel pasaje en que Frank confiesa haberla visto mendigando un poco de comida en la puerta de la iglesia. Sin mencionar otros detalles personalísimos que el hijo narra con desparpajo e incluso con humor. Las cenizas de Ángela es una lectura que conmueve a cualquiera: una historia de miseria y privaciones que transcurre en Brooklyn, EE UU y Limerick, Irlanda, en los años 30 y 40. Una familia rota por la pobreza, por los acentos, por la vergüenza. Pero cuando se lee desde esta perspectiva de la maternidad, entonces cada tos, cada pérdida, cada desmoralización de “Frankie” cobra un sentido más dramático. Lo curioso es que, a pesar de las memorias sórdidas, McCourt no narra con amargura. Anécdota y personajes se infiltran en la biografía con fluidez, con la inevitabilidad de lo cotidiano, casi con nostalgia. Aun así, me pregunto con cuánta soltura en realidad habrá podido escribir escenas tan dolorosas como la muerte de algunos de sus hermanos, las noches de frío o la ausencia del padre alcohólico. Me pregunto también qué hace que la mayoría de la gente borre recuerdos de infancia, mientras otros los almacenen con una claridad casi masoquista. Aquel periodista, más inquisidor que crítico literario, ha debido preguntarle a McCourt no qué habría sentido su madre, sino qué sintió él mismo al descargar casi veinte años de miseria en papel. Si la literatura, después de todo, cumplió una función catártica o si, en su lugar, se convirtió en el espejo que refleja incesantemente la imagen de lo que se ha debido olvidar.
Todo el mundo tiene de qué quejarse, supongo. Orhan Pamuk, por ejemplo, habla de su vida de niño acomodado en Estambul, memorias de una ciudad (2003). Enumera los fracasos empresariales del padre, la infidelidad, la distancia. Le dedica un capítulo a las discusiones con la madre. Aunque tampoco se trata de un recuento amargo, está lleno de incertidumbre, de la angustia que se genera en la cabeza del niño cuando los modelos se tornan defectuosos. La madre es un personaje distante pero central. Las carencias se compensan con la plenitud de la ciudad, de su casa permanentemente invadida de gente. En lugar de tristeza, Pamuk habla una y otra vez de hüzün, “una melancolía más común que privada. Sin ofrecer claridad, velando la realidad más bien, hüzün nos da confort, suavizando la vista como la condensación en una ventana cuando una tetera ha estado echando vapor en un día de invierno”. Ese tono familiar, cómodo, que asume la disfuncionalidad como parte de la rutina, tampoco amortigua el golpe que supone desnudar las fallas familiares en público.
Philip Roth, por su parte, describe la niñez (semi-real, semi-ficcional) en La conjura contra América (2004), desde la candidez. Roth es el único que retrata a los padres con cierta moderación (acaso porque hay más ficción que realidad). En todo caso, el niño semi-ficcional narra desde el miedo, pero no necesariamente el propio, sino el que hereda de los padres. El niño observa que su normalidad se trastoca y los padres comienzan a desmoronarse. Se desmitifican, quizás, y esto resulta más confuso y atemorizante que la idea misma de ser discriminados por ser judíos en una América antisemita. La apacible vida clase media en Newark de los años 40 se llena de sobresaltos, de debates entre vecinos, de rumores y especulaciones. Más allá de los vericuetos históricos, La conjura evoca la pérdida de la inocencia en la medida en que Philip niño aprende a leer entrelíneas, a interpretar los susurros de los padres, callar los temores y darse cuenta de que sus acciones pueden llegar a tener alcances catastróficos. Y crecer con miedo es algo que los venezolanos conocemos de sobra. Sólo queda la esperanza de que los hijos rompan esa pesada tradición…
Pero volvamos a Coetzee. En Infancia, escenas de una vida de provincias, el autor desea la normalidad y se autocuestiona desde la perspectiva del outsider: no es inglés, no es afrikáner, no es negro. Es la visión de la niñez desde la mortificación. Toma nota detallada de las contradicciones de los padres: desde asuntos de disciplina hasta opiniones cotidianas. Ningún padre se salva del escrutinio del hijo, pero que de esto salga un Premio Nobel es otra historia… Coetzee es crudo, tal vez porque hay un elemento de distancia: narra su autobiografía en tercera persona. La visión del otro impera; otro narra su propia vida, y él mismo se siente otro, distinto de los demás niños que lo rodean en el colegio. A diferencia de Pamuk, Roth y McCourt, Coetzee no asume la óptica infantil narrando. Hay nostalgia, pero no hay humor, no hay cariño por los recuerdos. “Su corazón es viejo, oscuro y endurecido, un corazón de piedra. Ése es su vil secreto”, confiesa en algún momento. Es una descripción casi clínica, en mi opinión, pero no por eso deja de sentirse real y descarnada.
Supongo que todo tiene que ver con el carácter imperecedero de las palabras. Lo escrito queda fijo para siempre y está abierto a la lectura de todos. La memoria, efímera y traicionera, queda atrapada entre las carátulas de un libro y se convierte en realidad tangible. El dedo acusador del hijo se extiende a todos los lectores y eso, desde la perspectiva de un padre, es aterrador.
Pero más allá de la complejidad de sentimientos como culpa y recriminación, hay dos nociones que estos cuatro novelistas tratan, cada uno a su manera: la normalidad y la felicidad. En la medida en que se acercan o se alejan de la normalidad, el aurea mediocritas social, así mismo se acercan o se alejan de la felicidad. El padre desea con todas sus fuerzas que el hijo calce y sea feliz. Que brille, claro está, pero que no descuadre. Y cuando uno, padre amateur, se tropieza con estas visiones descarnadas de la niñez (pobre, acomodada, con o sin sobresaltos históricos), pide clemencia y desea que los errores pasen desapercibidos, que se difuminen en la nebulosa de la memoria infantil, que el hijo –ingeniero, abogado, contador– tenga a bien dejarle ese oficio innoble de la escritura a otros…
La novela Lo Es y Las cenizas de Ángela son dos obras maestras
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