Había prometido dos crónicas sobre el nacimiento de Diego, y tenía intención de publicarlas simultáneamente, pero no he podido completar la segunda parte (CHRONICA CHRONICAE: De cómo Dios es misógino). Mientras tanto, aquí les va la primera. Espero que la disfruten.
‘GEORGIA ON MY MIND’
Tan sólo de pensar que tengo que explicar por escrito la experiencia de estar embarazada y dar a luz me genera una ansiedad terrible. Tal vez por eso es que han pasado ya más de dos meses del nacimiento de Diego y no he podido escribir una línea. Por nueve meses estuve leyendo todo lo que caía en mis manos, y cada palabra sobre los “eventos clímax” del embarazo me parecía vacía e insignificante. ¿Cómo sé si el bebé se mueve? Páginas y páginas de descripciones y aproximaciones: mariposas, gas, burbujas, como un pececito, etc., etc., etc. ¿Cómo voy a saber si estoy en trabajo de parto? “Cuando tengas las contracciones, vas a saber”. Ninguna palabra es suficiente; por eso, más allá de tratar inútilmente de describir cómo o cuánto me dolió, quiero esbozar aquí las cosas que me pasaron por la cabeza durante el día más largo, intenso y extraño de mi vida.
Por unas dos semanas estuve con la maleta casi lista para salir en cualquier momento al hospital. Ahora entiendo que tenía más nervios por la llegada de mis suegros y mi mamá que por el parto mismo. Estaba, al contrario, extrañamente tranquila. Contracciones esporádicas, cansancio creciente.
En la tarde del jueves 12 de octubre, Francis me tocó la panza y dijo que el bebé ya estaba encajado. Mi mamá, por su parte, esa noche me dijo: “Tienes cara de parida”. No puedo explicar con certeza cómo era mi cara ese día. Sólo sé que nos fuimos a dormir a las dos de la mañana, y a eso de las cuatro las contracciones ya no me dejaban dormir. CC tenía razón…
Me levanté, sin despertar a nadie, y me metí a bañar. Para el momento en que me vestí y desperté a Hugo y a mi mamá, ya el dolor era fuerte, aunque tolerable.
Lo que sigue a partir de este punto es una cadena de momentos borrosos que se nublan en mi memoria.
Recuerdo la cara de Hugo al levantarlo. Estaba calmado y sonreído. Mi mamá, por otra parte, parecía no creer que el momento había llegado, como si no se lo estuviera esperando.
Recuerdo haber escrito un email a la familia. Recuerdo tener que echarme en el sofá de la sala justo antes de salir por una contracción. El pasillo al ascensor, largo, nublado. El asiento de atrás del carro. Yo retorciéndome, buscando una posición cómoda. Dublín oscuro, tranquilo, ausente. Las luces de los faroles reflejadas en el Grand Canal. El frío de otoño que me aliviaba. Merrion Square, con sus rejas negras y sus casas georgianas.
Recuerdo los árboles aún con hojas, la brisa, el rumor de la madrugada, esperando en el carro mientras venía otra contracción. Caminando rápido por Holles Street. Sosteniéndome en la reja negra del National Maternity Hospital, mi mamá sosteniéndome a mí. Hugo más adelante, mirándonos con susto y expectativa.
No recuerdo la cara del portero. Sólo que mi mamá no pudo pasar con nosotros y tuvo que esperarnos abajo. Yo, todavía un poco descreída, le dije que nos veríamos en unos minutos, después de que me revisaran. No quise despedirme. No quería llorar cuando me abrazara. Cierro los ojos ahora y veo su cara con nitidez, a diferencia de toda la nebulosa que la rodeaba. Cara de trasnocho, de emoción, de alguien que sabe lo que está por venir.
El portero nos preguntó si queríamos usar el ascensor o la escalera. No sé por qué, pero preferí caminar. Al llegar a admisión, una mujer delgada, pelirroja, nos empezó a interrogar. No sé qué preguntó. En algún momento dejé de entender. Sólo escuchaba el tono de su voz y notaba que veía su reloj y contaba mis contracciones en una libreta, mientras nos hacía preguntas de rutina. Vi las manos de Hugo sobre sus rodillas, tamborileando los dedos. La mujer hizo un chiste sobre el dolor de parto y me pidió disculpas por dirigirse sólo a Hugo, pues entendía que yo ya no podía hablar durante las contracciones. Nos deseó suerte y nos dirigió hacia lo que yo creía era la sala donde me iban a examinar inicialmente.
En realidad, nos hizo pasar directamente a la “sala de partos”: una habitación grande con dos camas, separadas por una cortina. Mi cama daba a un ventanal enorme, de pared a pared. No había nada “clínico” ahí, sólo un par de detalles (un tensiómetro, una balanza, creo). Es extraño. A pesar de haber pasado tantas horas ahí, no podría describir con precisión esa habitación. Sólo sé que había una radio encendida en alguna estación local, y que la primera midwife que nos atendió era de Sri Lanka y se llamaba Rubi. Nunca olvidaré su cara, porque nunca antes había mirado a alguien con tanta intensidad. Rubi me agarraba la mano durante cada contracción y respiraba conmigo (tal vez, de hecho, respiraba por mí). Me sostenía la mirada con sus ojos negrísimos, cansados por el trasnocho. Rubi me sostenía, en todo el sentido de la palabra.
Cuando su turno terminó a las siete –tal vez eran las ocho, no sé–, me sentí abandonada. En algún momento de lucidez comprendí que Rubi le había agarrado la mano a cientos de mujeres, y que ya se sabía de memoria toda la gama de los rostros de la agonía, pero en ese momento no importa el resto del mundo. En ese momento no existe más nadie, sólo un profundo dolor que nace del centro del cuerpo, y los ojos cansados, negrísimos, de Rubi.
No sé cuánto tiempo duró esto. Media hora, tres horas. Da lo mismo. Por momentos parece que perdía el sentido. Hacía calor, pero temblaba. En algún punto me pusieron una bata y trajeron un ventilador. La radio seguía encendida. Tal vez Hugo me hablaba. No puedo recordar. Sólo escuchaba la voz de Rubi, con su acento particular, diciéndome: “You’re doing great, dear, you’re doing great”.
Antes de la epidural, sólo hay algo que recuerdo con nitidez. El sol estaba saliendo, iluminando a medias la habitación. Hugo estaba apoyado contra el ventanal, mirándome. En medio de una de las contracciones más fuertes, comenzó a sonar Georgia on my mind. Pensé entonces que faltaba poco, que todas esas sensaciones que saturaban mis sentidos y que me impedían pensar con claridad tenían un fin: Diego.
I say Georgia, Georgia…
Pensé entonces en mi abuela Gloria, pensé en Amoña. Otra época, misma emoción.
A song of you
Comes as sweet and clear
As moonlight through the pines
Y lo más extraño de todo: sentí a mi abuela Nora. La sentí con claridad.
Other arms reach out to me
Other eyes smile tenderly
Still in peaceful dreams I see
The road leads back to you
No recé en ningún momento. Sólo hubo un instante, justo cuando pasábamos frente al oscuro Bushy Park, en que pensé: “Dios, voy a tener un hijo”. Pero no recé, no pedí nada. Y a pesar de mi incredulidad, de mi poca fe, sentí la presencia de mi abuela todo el tiempo, en especial cuando estaba amaneciendo.
I said Georgia,
Oh Georgia, no peace I find
Just an old sweet song
Keeps Georgia on my mind
Todo lo que pasó entre la epidural y el nacimiento de Diego fue más borroso aún. Creo que dormí un poco. Otras enfermeras llegaron, Grace y Evelyn, ambas estudiantes. Vino el Profesor O’Herlihy y un par de enfermeras senior. Desde el primer centímetro hasta el último no pasó mucho tiempo. Toda mi atención estaba fija en un monitor, un numerito verde que me decía cómo estaba el corazón de Diego. Sólo un monitor –y un poco de paciencia– me separaban de él. Cuando Rinda, la partera, me dijo: “It’s time”, todo el sueño y el cansancio se disiparon, como si nunca hubieran existido. Rinda, que era india, se veía tranquila, elegante. Todos sus movimientos eran suaves y pausados, pero seguros. Me hablaba despacio, siempre mirándome a los ojos.
No sé cómo, pero un par de minutos después yo ya estaba pujando. Lo hacía como si toda la vida hubiera estado esperando por esto, como si siempre hubiera sabido hacerlo, como si todos mis instintos se hubieran despertado ante el conjuro de Rinda, “It is time”. Sentí la tensión de todos los músculos de mi cuerpo, pero nada me dolía. Tampoco sentía cansancio. La vergüenza que tenía unos minutos atrás ante mi cobardía y mi poca tolerancia al dolor desapareció. Mientras pujaba, y mi abuela estaba parada a mi lado, sentía más y más energía, más deseos de ver a Diego, más emoción. Estaba lúcida como no lo había estado tal vez en semanas. Me sentía ligera. Tenía ganas de reír.
En algún punto pude tocarle la cabecita, y de pronto Diego se hizo real. Dejó de ser la idea, el plan. Varios minutos después, en medio del esfuerzo probablemente más intenso que haya experimentado jamás, escuché la voz de Rinda y del Profesor O’Herlihy diciendo: “Don’t push, stop, don’t push”. Y un segundo después, con los ojos abiertos de par en par, y aún incrédula, vi cómo Diego salía de mí. Perfecto. Completo. Moviéndose, respirando. Independiente. Otro.
Other arms reach out to me
Other eyes smile tenderly
Still in peaceful dreams I see
The road leads back to you
Cuando lo pusieron sobre mí, del otro lado del telón, algo explotó, algo se derramó, algo me comprimió el pecho, me quemó la garganta y el cuello, y no pude parar de llorar. Es mío, es mío, sentí. Nada nunca podrá ser tan mío como él. Nada se posee tanto como un hijo, y a la vez, al verlo llorar y moverse, al sentirlo respirar, supe que él es otro, que no me pertenece; que, por el contrario, yo le pertenezco a él.
Sale el sol. Por fin la luz del día alumbra la habitación a plenitud. Contra el ventanal, que nos separa de Dublín y del otoño, Hugo carga a Diego, ambos con lágrimas en los ojos. Desde entonces, ya no somos los mismos.
I said just an old sweet song,
Keeps Georgia on my mind…
C.
Por favor... que relato.... impresionante... hermoso, descriptivo, casi estuve ahí con ustedes... de verdad gracias Hugo por pasarme este link...
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