Friday, January 10, 2014

PENSAMIENTOS AISLADOS

"El que no quiere a su patria es un miserable"

Crecí en casa de mis abuelos. Fui una niña feliz entre cuentos, rimas y comida andina. Jamás me levantaron la mano, pero uno de los golpes más fuertes que he recibido me lo dio mi abuelo la última vez que lo vi hace dos años. Me voló la cara con esa sentencia. Y, como es habitual cuando a uno le pegan, me produjo una mezcla de arrechera, indignación, culpa y, ultimadamente, auto-compasión. Al final, hice las paces con mi abuelo y conmigo misma. No quiero a mi patria. Es más, esa palabra me da alergia. Y sí, supongo que soy bien miserable. Mi desamor, mi rebelión, la profanación de la palabra sacra tienen un alto precio.

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"En español, niños. Es lo único que nos queda"

En mi casa, junto con el clásico "Mastica con la boca cerrada" o el "No le pegues a tu hermano", el tercer gran mantra es "En español". Lo repito, sin exageraciones, al menos unas 15 veces al día. Será obsesión de lingüista, será orgullo malsano, pero esos niños van a crecer siendo bilingües así deje medio estómago en el proceso. Hace unos días, sin embargo, mientras cocinaba y los escuchaba jugando Nintendo en el comedor, me sorprendí a mí misma diciéndoles "En español, niños. Es lo único que nos queda". No lo planeé, no lo pensé. Me salió directo del hígado y, junto con esas palabras, vino luego un chaparrón de lágrimas que tuve que esconder entre el paño de cocina y el calor de las ollas.

Nunca voy a dejar de ser venezolana. Siempre voy a comerme las eses, siempre voy a decir chévere, siempre voy a tener una obsesión antinatural por el plátano, y mi happy place siempre será esa esquina de Caracas en la que se ve El Ávila y Filas de Mariche, con el cielo azul-diciembre y la montaña morada. Pero más allá de eso (quimeras de mi memoria nostálgica), más allá de la religiosa arepa o cachapa semanal, ya de Venezuela me queda muy poco. La inconveniencia de tener que jalarle bolas al funcionario de turno en el consulado de turno para renovar el pasaporte, el dolor de los amigos y familiares que siguen allá y no puedo ver, el hueco en el estómago cada vez que leo una mala noticia. Más allá de eso, en mi casa sólo queda el español (el ejpañol, de hecho). Espero que algún día mis chamos entiendan la razón de mi sempiterno, obsesivo, persistente y monótono "En españooool".

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Mónica Spear y Agustín

A finales del 2006 mataron a mi "primo" Agustín. No era mi primo primo. Era el primo hermano de mis primos hermanos, que por virtud de venezolanismo puro y duro lo hace, efectivamente, mi primo. Nos veíamos poquísimo y habíamos perdido el contacto casi por completo; sin embargo, cuando me enteré de la noticia me sacudió como si hubiera sido mi propio hermano. No fui a su funeral. Para ese entonces ya había puesto un Atlántico de distancia entre Venezuela y yo. Creo, de hecho, que ni siquiera les di el pésame a su mamá ni a su hermana. Pero tengo que confesar que cada vez que me acuerdo de Agustín lloro por él, lloro por su mamá y lloro por todos nosotros, los malvivientes de mi generación.

¿Qué clase de anti-país, de vórtex del mal es Venezuela, donde una madre lo primero que piensa cuando su hijo no contesta el teléfono es "Hay que ir a buscarlo en Bello Monte"? Agustín, llámese también Mónica Spear, Thomas Berry, Fedor Vilachá, los hermanos Faddoul (o un etcétera de más de 120.000 nombres en 10 años) era un chamo normal, clase media, que andaba en un carro normal, clase media, y "le echaba un camión" todos los días, como suele hacer la clase media. Era un buen amigo y un buen hijo. Era una buena persona. Es más, coño, era una persona. ¿Qué clase de enfermedad moral ha infectado nuestra sociedad que hace que un ser humano agarre un arma, tantee el peso del hierro en la mano, le mande la señal eléctrica al cerebro y apriete el gatillo? A Agustín le dieron un tiro de gracia y lo dejaron tirado frente a la Iglesia de (chiste cósmico) San Agustín. Maldita sea. Como un perro. Y han pasado más de siete años y yo sigo con esa maraña de rabia que se aloja en la base de la garganta y hace que llore sin control cada vez que pienso en el miedo que debe haber sentido Agustín antes de morir. Maldita sea.

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Los huérfanos. Mae Sot, Caracas. La misma mierda

Hace unas semanas tuve una de esas experiencias que te cambian la vida. Movida por la iniciativa de mi amiga Lis (otra gocha, dicho sea de paso), visitamos un pueblo fronterizo llamado Mae Sot. La idea era llevar juguetes, ropa y material escolar a comunidades de desplazados birmanos, bajo la tutela de una ONG española llamada Colabora Birmania. Tengo dos o tres semanas tratando de dilucidar por qué el viaje me pegó tanto. Después de todo, yo vengo del tercer mundo. El paisaje desde la ventana de mi cuarto era Petare en pleno. Crecí agarrando monte con mis papás y viéndole la cara a la pobreza urbana y rural del país. Estudié en sitios donde se hacía el intento de sensibilizarnos socialmente. Pero Mae Sot me dio en la madre. Visitamos un colegio, una comunidad de trabajadores migratorios y un orfanato. En este último me desbaraté. Le pregunté a Carmen, una de las fundadoras de la ONG, si estos niños se podían adoptar. No, simple y llanamente. Porque no existen. No los quieren en Myanmar, no los quieren en Tailandia. No tienen pasaporte, no tienen estatus legal. La palabra abandono parece un piropo. No-existen. Y ahora, viéndolo con un poco de perspectiva, creo que fue el desamparo lo que me destruyó. La imposibilidad de salir del hueco porque el estamento completo les pone el pie encima. A estos niños ni la madre que los parió los quiso, el Estado bajo el que nacieron los desconoce, el Estado en el que viven los ignora. Suena dolorosamente familiar.

Entonces soy una miserable, tal como mi abuelo sentenció. Pero miserable en su acepción de "desdichada, infeliz". ¿Cómo puede ser feliz una persona desamparada, vulnerable, al antojo de fuerzas superiores e intocables (la impunidad, el crimen, la burocracia, el aislamiento social, la escasez. La imposibilidad)?  Chavistas más, opositores menos, los venezolanos nos hemos quedado huérfanos. Oportuna y triste metáfora, pensando en esa pobre niña a la que le acaban de arrebatar sus papás.

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Mi debate fue interno. No tuve estómago ni corazón para formular en voz alta mis argumentos. Mi abuelo, en ese entonces de 93 años, no merecía mis diatribas de amargura y desamor patrio. No puedo querer un sitio que me niega, en donde no tengo espacio, en donde no valgo nada. Las playas bonitas las encontraré en otras latitudes, a la gente "chévere" la conoceré en otros contextos, con otros acentos. Patria es palabra tabú en mi casa.

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De ahora en adelante, cuando les cante mi letanía cotidiana a los niños -en secreto, en murmullos, solo para mí- voy a añadir "En español, niños (por Agustín, por Mónica, por los huérfanos y los miserables)".



                                                                                    C. Egan
                                                                                    Bangkok, enero 2014