Saturday, December 15, 2007

Un poco de nada

Se me ocurrió echar una revisada a las Crónicas y oh, sorpresa, no hay registros míos en los últimos meses, quién sabe si años. No es que no haya ocurrido nada, no. Mucho menos que el verbo emotivo de C haya castrado mi musa. El trabajo ha estado fuerte, es verdad, pero siempre queda tiempo para el Facebook, así que ¿por qué no para el blogger?

Podría pasar horas y párrafos enteros filosofando sobre cómo nos hemos acostumbrado a la vida anglo. Convencería hasta al más escéptico de que nada emocionante nos ha ocurrido luego de que nos encontramos a Collin Farrell y más recientemente a Larry Mullen Jr.

Sin embargo, nada de esto explica mi sequía bloggística. Las únicas razones para tal desacierto no son más que la flojera y mi continuo apego a lo único con lo que soy consistente: la procrastinación.

En vista de que estos azotes de barrio particulares me separan de los cada vez más escasos lectores, desde hoy me obligo a escribir aunque sea tres líneas a la semana. Veamos si así esto vuelve a coger vuelo. Una cosa sí advierto: al aumentar la frecuencia de mis escritos pueden esperar un incremento exponencial el nivel de gamelote (bastan estos cuatro párrafos como muestra).

Saludos a los que aún quedan por aquí,

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Friday, October 5, 2007

REPORTE DE PP


Como los fieles seguidores de Diego ya saben, el Popular Tío Pepe vino a visitar al ahijado hace un par de semanas. A continuación, un reporte escrito por él mismo sobre su encuentro con el pequeño Titu.

C.

* * *

Londres.
J.I. Egan
Reuters-

Este corresponsal, con las emociones frescas aún, se atreve a realizar un breve esbozo de lo que fue una de las peleas más crueles del siglo. Aquella que pasará a los anales de la historia como "La Batalla de Terenure".


Los rivales:

1- Titu, el muchacho de la casa, el favorito, con todo a favor: los apostadores, buena alimentación, fanaticada creciente y devota, velocidad natural, agilidad felina, y sobre todo, una maestría en manipulación.
2- PP, el retador. Un tipo con un poco más de alcance y tamaño, pero lento en sus movimientos, casi torpe –una conocedora diría más adelante, que la burlesca lentitud del retador se debe a la cantidad de "mamonazos" recibidos por éste en la cabeza, que lo que daba ese pobre hombre era pena-. Mal alimentado, con el público en contra (y las apuestas también: la prestigiosa casa Ladbrokes lo daba ganador 5000-1), en una locación extraña.


La pelea:

Desde el primer momento, el pequeño Titu se dedicó a golpear sin piedad a su humilde rival, que nada podía hacer para evitar la paliza en que convertiría el fin de semana.

El primer encuentro vino en el mismo aeropuerto, cuando Titu, el destructor, sopesó sus opciones y esperó a que su tío lo cargara por primera vez en un par de meses para sonarle mayor bofetada y mirarlo con desprecio. Round 1: Titu.

Durante esa tarde, el pequeño se las ingenió para arremeter con dos brutales cabezazos, apuntados a los pómulos de su tío. Gracias a la fortuna, uno impactó cerca del pecho, pero el otro fue directo a la mandíbula. Round 2: Titu.

Esa noche, en cruel venganza, PP realizó toda clase de ruidos para que Titu despertara de su plácido sueño, y fue allí cuando el contrincante asestó uno de sus dos golpes firmes de la pelea: la sombra extraña en la puerta del cuarto del pequeño, que causó pánico-rabia-y-desolación en el muchacho de la casa (sobre todo impotencia por no saber aún bajarse de la cuna para darle una paliza al "ajeno"). Round 3: Pepe.

El sábado en la mañana, PP se levanta y se asoma a la sala, justo cuando Titu, el asesino, comía su tradicional desayuno a base de vísceras de búfalo. Titu se sorprende y llora. Arruinado el desayuno. El retador, por dentro, sonríe. Round 4: Pepe.

Pero justo cuando el retador pensaba que remontaba, y los apostadores se preocupaban, Titu planeaba un día lleno de golpes brutales. El retador no tenía nada. Era aún sábado en la mañana y ya había gastados sus únicos cartuchos.

El quinto round tendría vida en el zoológico, en donde Titu, con un pésimo humor, se dedicó a incrustar pequeños pero poderosos jabs en la cara de su rival, que nada podía hacer para evitarlos. En ciertos momentos, sólo se dedicó a empujar con desprecio a su oponente, y cuando éste volvía, era recibido con ganchos al mentón. Era una pera. Al público le empezaba a dar tristeza tal paliza. Round 5: Titu.

Esa noche, ambos peleadores estaban agotados. Titu, el conquistador, de tanto golpear a su torpe rival. PP, el cuasi finado, de recibir tal paliza.

El domingo fue el día decisivo, el mortal. Serían sólo tres rounds, pero ya la pelea tendría nombre definitivo.

El sexto asalto sería rápido para Titu, y fatal para PP. Luego de estudiar a su rival, Titu, el campeón, bajó un poco la guardia y logró acercarse lentamente a su oponente, para esperar justo el momento en que éste bajara la guardia y azotar sin ninguna piedad contra el ojo de PP con la punta de un menú plastificado. El retador caía a la lona por primera vez. 1...2...3...4...5...6...7...8... y logró levantarse. Pero ya el daño estaba hecho, el pobre hombre era una piltrafa ciega. Titu reía y se mofaba. Round 6: Titu, con Knock Down incluido.

El séptimo asalto sería inesperado. Cuando ambos rivales se encontraban ya en el apartamento, sede principal del evento, el pequeño Titu, el caníbal, asestó su segunda jugada mortal del día. Estando cargado por su oponente, el campeón "peló" sus únicos 4 dientes y dio uno de los mordiscos más despiadados de la historia, contra la indefensa tetilla de su rival. PP se fue a la lona de nuevo. 1...2...3...4...5...6...7...8...9... y logra, casi sin fuerzas, levantarse, mientras Titu se limpiaba la sangre de su boca. Round 7: Titu, con Knock Down incluido.

Al final, y en una maniobra triste, patética y desesperada, el retador, PP, el traidor, contrario a lo establecido en las reglas del combate, despertó al pequeño Titu de su sagrada siesta, pensando que así podría tomar de sorpresa al muchacho de la casa. Triste elección: Titu, el manipulador, luego de flaquear un poco –su rival juraba que tenía, al menos, otro round- se acercó a su oponente, y juguetes en mano se dedicó a golpear sin piedad a PP, que no pudo más que agazaparse, cobardemente, y abandonar el combate. Round 8: Titu. Además, su oponente abandona la pelea.


Tarjeta Final

Campeón: Titu, el implacable.

Antes del abandono, se veía una decisión unánime en las tarjetas en favor del pequeño irlandés:

- Titu: 10+10+9+9+10+10+10+10= 78
- PP: 9+9+10+10+9+8+8+8= 71

El lunes fue día de reposo. Titu, campeón reinante, no dejó de observar a su ex-rival casi con piedad, mientras que éste, con las heridas aún frescas y el ojo casi inservible, patéticamente trataba de quedar bien con el pequeño y así evitar que se molestara y le diera otra paliza.


NOTA DEL EDITOR
: Adjunta está la prueba del daño oftalmológico causado por el gran Titu a su triste rival.
Reuters-


Thursday, September 6, 2007

CD13 (English version) - TURKISH CHRONICLES


PRELIMINARY WARNING: Here’s an attempt to translate my impressions about Istanbul so that the characters of this chronicle can read it as well. As usual, feel free to correct, revise and make as many amends as needed. My English is not as lousy as ten years ago, but it’s far from decent, especially when it comes to writing. I apologise for any inaccuracies, the Spanglish and the super-long-Spanish-like sentences, and for a few poetic licenses (a fancy way to disguise my lack of literary resources in English).


Ancient chronicles

My relationship with Turkey began in 1995, when chance –as usual, placed me two doors away from Gökçe in Foresteria, our residence. When school was over (on Sunday, 25 May 1997) Gökçe and her parents, Carola and I headed to Istanbul. The real adventure began once I stood on Turkish soil. I was told by our usual travel agent that I didn’t need a visa to go to Turkey. In any case, I could always purchase one right at the airport, just as Tesmer, my American roommate, had done. But as the readers may already suspect, Turkish bureaucracy was determined to give us an anecdote to tell in these chronicles.

The immigration officer’s “NO” was categorical. Tears were abundantly shed. My version of the story is as follows: escorted by two police officers, I went to pick up my luggage in order to recheck it, so that I could take the next flight to Italy, go to a Turkish consulate there and get the visa. Meanwhile, Gökçe’s dad ran back and forth throughout the airport, talking to every single officer he found on his way; G’s mum tried to comfort us while Gökçe, tears in her eyes and creaky voice, proclaimed her shame and disdain towards Turkish institutions. One or two hours later, I was given a red stamp on my passport and that very afternoon we were all comfortably sitting in the Özbilgin family’s living room, in Bursa.

Ten years later, I learnt what actually happened, as told by Gökçe herself: while the two police officers were escorting me to the baggage area, Dr. Özbilgin had a turbulent conversation with the immigration officer in which he tried to explain that I was under his responsibility, that my parents did not live in Italy, that I had been misinformed, etc. According to G, her dad, who had met my parents at the school closing ceremony, somehow felt my folks had appointed him with my care. I don’t even think they said hello to each other, as my parents know Turkish as much as Dr. Özbilgin knows Spanish… Anyhow, parents are parents regardless of language and passports, so the image of the poor chubby girl being escorted by the two Turkish men-in-blue must have broken the good doctor’s heart. Meanwhile, the officer was showing off the best of the third world bureaucracy (so familiar to me, indeed, that for a moment I felt I was in Caracas airport instead of Istanbul). He told Dr. Özbilgin the only way for me to get a Turkish visa was if “someone” from the ministry of foreign affairs made a phone call on my behalf. It was Sunday afternoon, for crying out loud! It is a scientifically and universally proven fact that the human brain is absolutely useless on Sundays. Gökçe’s dad could already picture the chubby girl wandering around the lonely streets of Trieste, dragging her sad, heavy backpack behind her… Until he suddenly remembered this character, so familiar to all of us who have grown up under the shadows of bureaucratic possibilities… That friend who happens to be “connected”. Gökçe confessed she has never been able to figure out what profession this man is, or what it is he does exactly. Anyway, he is the one they call every time there’s a bureaucratic complication in the family, and he always manages to sort it out. I just remember Gökçe’s dad glued to a payphone, gesturing and nodding. Gökçe says that ten minutes after the phone call, the very same cocky officer came back with a completely different attitude. “Do you want some tea, Doctor Özbilgin?”; that must have been his new approach, I suppose… The ending of this version you can already guess.

For Gökçe’s dad, introducing an almost-illegal Venezuelan immigrant to his country was an incredible deed he remembers with fondness (though I reckon he must have ended up wishing no more of Gökçe’s international visitors would ever come back to Turkey). For me, on the other hand, it was the obscure beginning of the best trip I’ve ever had. Ten years after the quixotic experience, when Gökçe began to tell the story, Marcus turned towards me and said: “Ah, THAT was you?”. Yes, that was me… His question did two things: first, it made me blush, and second, it made me regret I couldn’t speak Turkish so that I’d be able to convey to Gökçe’s dad how much that day impacted my life as well. And since ten years ago I wasn’t sharp enough to write down my impressions about that trip, here go some more up-to-date.


Contemporary chronicles

I can’t think of a better way to describe Istanbul than through the sensations the city makes me feel.


EYES

Istanbul enters through the eyes. On our arrival, the dryness of the landscape visually hit us, accustomed as we were to the bright Irish greenness. On the journey from the airport to Sultanahmet I thought of those movies they used to show during Easter, with a blonde Jesus Christ who dragged a tunic on a dirty soil with a few olive trees in the background. But the semi-desertic image soon disappears. The landscape begins to fill with minarets and three or four-story-high buildings which seem to fight for the best view. As we approach the Bosphorus the combat seems to take a whole new level. The houses pile up and up, defying gravity. The hills that descend to the sea seem to be made of buildings.


And the minarets stand up arrogantly, as if proclaiming no one can see more than Allah.



Parallel to the avenue that is taking us to the hotel are the city walls. Orhan Pamuk, in his memoirs, mentions how Istanbul lives among, over, in the ruins of its past. This observation must be taken literally. Over the old walls, commissioned by Constantine the Great, houses, restaurants, kiosks and stores have been built.


The contrast is overwhelming. The new, the old; the solemn, the vulgar. At times I feel insulted. In Venezuela, a sad XIX century house where -just maybe- Bolívar put a foot on is transformed into an almost-religious museum. In Istanbul, an insolent teenager reclines against the Byzantine wall, putting his left foot on the seventeen-century-old stone, while he squeezes a cigarette on it with his right hand.

While walking in Sultanahmet, the eye begins to get used to the exoticism of the buildings, the whimsical alleys, the solemnity of the History (with capital H) that breathes in every pore of the city. But then again, a new spectacle catches the eye and enters through the retina: the veils and the burkas. I don’t remember seeing so many veiled women ten years ago. Like the civilised Westerners we are, we tried to look indifferent, to appear “used to it”, but the truth is we had to watch: the arrangement of the veils, the patterns and colours, the movement of the body under the fabric, the shape of the nose, the mystery that women hide under the burka.

And the colours of Istanbul, not only in the fabrics and streets, but in the people themselves, also catch the eye. The black and the green eyes, the pale and the dark women, the foreigners, the light and the dark Turks. The colours in the carpets, hanging in the streets.


The colour of the spices: the yellow turmeric, the blood-coloured sumac, the green henna, the red paprika, the brown cumin.


Rubén Darío, the modernist Nicaraguan poet, could not have envisioned a more beautiful image than the lamps hanging in the bazaars, shedding multi-coloured lights through their crystals.


Iznik blue tiles in the Blue Mosque.


The golden roofs of Topkapi.



The unreal turquoise colour of the Marmara Sea, the color of the afternoon light…


Istanbul can make you dizzy at times. The Byzantine, the Ottoman. The European fighting with the Arabesque. The splendour of a mosque or a palace next to a konak that is falling to pieces.



It is the vision of a city that was, no doubt about it, the cradle of what we have become today in the West. The vision of a city that felt asleep.


NOSE

For me, every city has a distinctive smell. Vienna smells like chestnuts, Seville smells like churros, Buenos Aires smells like chocolate… Istanbul enters through the nose with violence. From the terrace of our hotel, with the Marmara on one side and the Blue Mosque on the other, it smells like the sea. But if you walk in Seraglio, Istanbul smells like roasted corn. A smoke-like, sweetish smell that burns the eyes and stays in the nose for a long time. In Eminönü there’s a mixture of sea and lamb. But it is in the Spice Bazaar where all senses over-saturate: cumin prevails, at first, but if you close your eyes, if you really focus, the smell of the harissa takes over, and then the black chilli and saffron begin to emerge too.


Cardamom, pepper, garlic. Rose tea, lavender.


All the smells at once. The brain just can’t process them. When we leave the Bazaar, when we enter the New Mosque, my nose is still recovering. My brain is still classifying and labelling the smells, letting me know: “That sweet smell was apple tea, that fruity one was fenugreek”.

It’s been almost a month –and more than ten years, and I still can’t name a smell for Istanbul. Maybe the smell of the olive oil soap they gave us in the hotel. Maybe the smell of humidity down in the Basilica Cistern.


Or the smell of cigarette smoke that impregnates everything in the city. But then again, that’s not it. Istanbul does have a particular smell. I just can’t figure it out yet.


MOUTH

I could spend hours trying to describe what Turkey tastes like. I could try to shred with words Hamdi’s pistachio kebab, or the baklavas Carola and I used to eat by the dozens at Gökçe’s.


Or the Grand Bazaar ayran (honey and mint, heavenly combination), the humus at Gökçe’s wedding, Hamdi’s baba ghanoush, eric by the dozen in Bursa, the thousand different kinds of nuts in the Spice Bazaar.


The honeycomb and the bitter cherry juice of Armada Hotel, Gökçe’s grandma’s miracle soup, lamb so soft it melts in your mouth, the pistachios from the street vendors in Sultanahmet, so many different kinds of olives it is impossible to remember their names.


The apple tea burns your tongue with flavour. Even cold water (su, indispensable word in the Turkish summer) tastes like glory in Istanbul.


SKIN

Istanbul can also be felt right to the bones. A Turk touches without reservations. A tap on the shoulder is an invitation to do business.


Visiting mosques was an absolutely tactile experience. A ritual for the skin: taking the shoes off, covering head and shoulders, sitting on the praying room carpets or on the cold marble stones of their courtyards.



After an infamous Irish summer where the temperature wouldn’t rise beyond 22 degrees, the Mediterranean heat gave a whole new meaning to the wonderful fountains around the city.


Watching men doing the ablutions before the prayer made us envious. Watching the sea at the distance, untouchable, frustrated us. After walking for hours, pushing Diego’s buggy up Istanbul’s steep roads, we fully understood the relationship between Turks and water. Washing up before the prayer, building underground cisterns, making architectonic marvels out of fountains, splashing water when bidding farewell to a visitor, it all makes sense.


And for those who “see” with their hands, like me, walking in the Grand Bazaar was a real pleasure. Each carpet, rug, tablecloth, scarf, veil, each centimetre of fabric is a temptation. Sinking your hands in pistachio, hazelnut and almond baskets. Touching with the tip of your fingers, almost with reverence, Istanbul’s columns, walls, mosaics and tiles, fences and rails, fountains, granite and marble stones, is to catch some of Pamuk’s hüzün.




EARS

From the call to prayer to the annoying Arab music in taxis, ears can’t escape Istanbul’s charm. The city moves to the rhythm of a “rough” language, but this roughness has apparently given its speakers an almost supernatural ability to learn all languages on earth. Hugo and I regretted not knowing Basque or any other weird and mysterious language when we walked through the alleys of the Grand Bazaar. We missed a secret code to freely express which lamp we liked or which tea set we wanted to pick. The salesmen, standing by the doors of their stores, are hunting for words in order to label their next pray. Italian? No, maybe Spanish or Portuguese. And in a matter of seconds they bomb the passers-by with welcomes in three or four different languages. I remembered then the myth of the tower of Babel, and I thought its naïve author never met the Turk from whom I bought spices and who spoke to me in perfect Spanish, even emulating different accents of my language.

The other music from Istanbul is composed by its squealing and melancholic seagulls…


…the sea sound, close yet untouchable, the melody of traffic –unforgiving as in all big cities. And the best of all: the horns of boats and ships.


Pamuk mentions them over and over again. I must confess I felt annoyed by how he deals with the topic of melancholy in his novel –Istanbul, memories of a city. In spite of being the main character of his work, I thought this hüzün didn’t reach me through his words. Pamuk depicts a grey, wintry Istanbul, saddened by its past glories, but this is not quite what makes it a nostalgic city. Hüzün may be felt and breathed in an Istanbul full of movement, in the midst of a summer morning. It gets to your bones when the sun sets and the call to prayer bounces in every wall of the city. It is finally understood when the ships mourn in Eminönü, in their slow journey through the Bosphorus.


MAŞALLAH, WEDDING AND IMAGINARY FRIENDS

Maşallah is the word that best defines the spiritual aspect of our week in Istanbul. Something that surely tourist guides don’t mention is that the Turk is a very familiar character. We were amazed, once and again, by how affectionate everyone was towards Diego. In each store, restaurant or museum, there was always someone who would come to the baby to make a comment about him, touch him or even hold him.


When we were waiting for our friends to take a Bosphorus boat trip, a hairy, scary-looking fellow came to Diego’s buggy, where he was pleasantly asleep, and took his picture with a cell phone. The word we kept hearing any time this kind of thing happened was “maşallah”. When we told Gökçe about it and we asked her to translate it, the three of us fell in the awkward silence left by linguistic gaps. It didn’t matter anyway, because we already knew what it meant. Maşallah  is the Turkish version of the Venezuelan “Dios me lo bendiga”. A blessing, a congratulation, a good wish.

A few days ago I told a friend that Europe cannot be fully understood without visiting Istanbul, but I suspect my affection toward this city and this country is not only due to the marvelous feeling of standing in the middle of Haghia Sophia and looking up to its dome.


Or getting lost in the labyrinth of the Grand Bazaar, or letting yourself go in the blue tones of Sultanahmet Camii.


Or feeling ridiculously tiny inside Süleymaniye.


Turkey is Gökçe and her family; her mum laughing out loud when Carola and I burnt half of her kitchen trying to cook some empanadas; her dad driving in the middle of the night just to give us an amazing gift -Pamukkale; her grandma making us soup; her little brother making an effort to understand our poor English. Ten years later, Turkey is an encounter with my imaginary friends. It is being able to finally materialise them to Hugo and Diego: You see, Hugo? Limpho does exist! And being able to repeat the magic formula that was naming and placing: “This is Lizzy, from Sweden”. Turkey means sitting down in a café to synthesise ten years in an afternoon, watching Gökçe in white and listening to her Swede say “evet”, while the imam calls to prayer in the background.


It means arguing with Tezz, a kebab in each hand, about our eternal preoccupations, as if ten years were a sigh in a city that has been there since the beginning of time.



* * *


As usual, I’m stuck when it comes to giving this chronicle a closure.

In a long list of the things that generate hüzün, Pamuk says:

But what I am trying to describe now is not the melancholy of Istanbul, but the hüzün in which we see ourselves reflected, the hüzün we absorb with pride and share as a community. To feel this hüzün is to see the scenes, evoke the memories, in which the city itself becomes the very illustration, the very essence, of hüzün. I am speaking of… everything being broken, worn-out, past its prime.



Pamuk adds that that nostalgia does not belong to the external observer, to the tourist; however, I shamelessly take over it, just as I stole the Galician morriña and the Portuguese saudade. His words echo in my head since I finished his novel a few months ago. Everything being broken, worn-out, past its prime. But the city looks as lively as ever. Amongst ruins, with permanent reminders of a hubristic past, the Turks move around a city that vibrates, in the full sense of the word. Nostalgia emanates from everywhere because I, an external observer, a tourist, an outsider, carry it within myself. It’s the nostalgia that accompanies me whenever I somehow return to Duino. Coming back to Turkey and meeting with my friends automatically makes me put my life into perspective.


We sit down for a coffee in a tiny Istanbul street, and while someone tells a funny story about school or what she’s been up to lately, each of us -privately, in silence- makes a quick balance of her own life. Each of us weights her decisions and evaluates her steps. At the door of our thirties, I wonder if, as Istanbul, everything is already sorted out, decided; if all opportunities have been granted, used, wasted; if we all are past our prime (it’s the pessimist in me, I know). But I come back to Istanbul, to the conversation and to my friends and I feel lucky. Despite the differences in styles, careers and lives in general, I feel reflected in each of them. They represent possibilities and prove, ten years before and ten years later, that Duino was a mythical time, something unrepeatable that forever shaped the way I see the world. The price to pay for it is, probably, to drag around a nostalgia, a hüzün by which I see, measure and breathe everything around me.

It is a fair price.

I hope I can come back to Istanbul many times, tour its streets, get lost in its history and in my own history. I hope I can steal, once more, some nostalgia from Orhan Pamuk and the Istanbullus.


C.

Tuesday, September 4, 2007

CD13 - CRÓNICAS TURCAS


Crónicas antiguas

Mi relación con Turquía comenzó en 1995, cuando la casualidad –como siempre– me puso a dos puertas de Gökçe en nuestra residencia, Foresteria. Al terminar el colegio, el domingo 25 de mayo de 1997 arrancamos Gökçe y sus papás, Carola y yo a Estambul. Al pisar suelo turco comenzó la verdadera aventura. En la agencia de viajes donde solíamos comprar nuestros pasajes me habían dicho que no necesitaba visa para Turquía. De todas maneras, existía la posibilidad de “comprarla” en el mismo aeropuerto, tal como había hecho Tesmer, mi compañera de cuarto gringa. Pero como los lectores ya se imaginarán, la burocracia turca estaba decidida a regalarnos una anécdota para relatar en estas crónicas.

El “NO” del oficial de inmigración fue rotundo. Lágrimas rodaron en abundancia. Mi versión de la historia es la siguiente: escoltada por un par de policías fui a recoger mi equipaje, para rechequearlo, tomar el siguiente avión a Italia, ir al consulado turco y conseguir allá la visa. Mientras tanto, el papá de Gökçe corría como loco por todo el aeropuerto, hablando con cuanto funcionario se topaba; la mamá de G nos consolaba, mientras ella, con la voz entrecortada, proclamaba su vergüenza ante las instituciones turcas. Una, dos horas después, me pusieron un sello rojo en el pasaporte y esa misma tarde estábamos sentadas en la comodidad de la familia Özbilgin en Bursa.

Diez años más tarde, me entero de lo que en realidad sucedió, contado por Gökçe: mientras los policías me escoltaban al carrusel del equipaje, el Dr. Özbilgin se enfrascó en una turbulenta disputa con el funcionario de inmigración, tratando de explicarle que yo estaba bajo su responsabilidad, que mis padres no vivían en Italia, que yo había sido mal informada, etc. Según cuenta G, su papá, que había conocido a los míos en la ceremonia de clausura del colegio, sentía que mis viejos me habían encomendado a él, aunque en realidad, creo yo, no habían cruzado palabra, en vista que mis papás saben de turco lo que el Dr. Özbilgin sabe de español… La cosa es que padre es padre en cualquier parte del mundo, y la imagen de la pobre gordita escoltada por los pacos turcos le debe haber partido el corazón al buen doctor. Por su parte, el funcionario, exhibiendo lo mejor de la burocracia tercermundista (tan familiar que por un momento sentí que estaba en Maiquetía en lugar de Estambul), le dijo al Dr. Özbilgin que la única manera de que yo obtuviera una visa turca es que “alguien” en el ministerio de relaciones exteriores hiciera una llamada telefónica en mi favor. Era domingo en la tarde. Es un hecho científica y universalmente comprobado que los domingos en la tarde el ser humano no tiene capacidad para razonar, mucho menos para trabajar. El papá de Gökçe ya se imaginaba a la gordita vagando, mochila a cuestas, por las desoladas calles de Trieste… Hasta que le vino a la mente un personaje, familiar a todos los que hemos crecido bajo la sombra del chanchullo… Aquel amigo que está “conectado”. Gökçe nos confesó que nunca ha sabido con certeza qué profesión tiene este señor, o a qué se dedica exactamente. Lo cierto es que cada vez que hay alguna complicación burocrática en la familia, lo llaman y todo se soluciona por arte de magia. Yo sólo recuerdo al papá de Gökçe pegado a un teléfono público, gesticulando y asintiendo. Gökçe dice que a los diez minutos de la llamada, aquel funcionario altanero regresó con una actitud completamente distinta. “Doctor Özbilgin, ¿quiere un tecito?”, es lo que se me ocurre que le dijo… El final de esta versión ya se lo imaginan.

Para el papá de Gökçina, introducir quasi-ilegalmente a una venezolana a su país fue una proeza que recuerda con cariño (aunque no le deben haber quedado ganas de recibir a más visitantes internacionales en su vida). Para mí, fue el oscuro inicio del mejor viaje que he hecho jamás. A diez años de la quijotesca experiencia, cuando Gökçe comenzó a echar el cuento, Marcus se voletó hacia mí y dijo: “Aaah, ¿ésa eras tú?”. Sí, ésa era yo… Su pregunta causó dos cosas: que me pusiera como un tomate y que lamentara no hablar turco para decirle al papá de Gökçe que a mí también me había marcado ese día. Como hace diez años no tuve la lucidez de escribir mis impresiones sobre ese viaje, aquí van algunas más actualizadas.



Crónicas modernas

No se me ocurre mejor manera de describir Estambul que a través de las sensaciones que esa ciudad produce en el cuerpo.


OJOS

Estambul entra por los ojos. Al llegar, la aridez del paisaje nos golpeó visualmente, después de estar acostumbrados al verde intenso de Irlanda. En el trayecto del aeropuerto a Sultanahmet pensé en aquellas películas que pasaban en Venevisón durante Semana Santa. Un Jesucristo rubio, caminando con su túnica sobre la tierra seca, un par de olivos de fondo. Pero la imagen semi-desértica pronto desaparece. El paisaje comienza a llenarse de minaretes y edificios de tres o cuatro pisos que parecen pelear por la mejor vista. A medida que nos vamos a acercando al Bósforo la trifulca se hace más intensa. Las casas se apiñan más y más, desafiando la gravedad. Las colinas que bajan hasta el mar parecen hechas de edificios.


Y los minaretes sobresalen con arrogancia, como proclamando que nadie ve más que Alá.



Paralela a la avenida que nos lleva al hotel está la muralla de la ciudad. Orhan Pamuk, en sus memorias, comenta cómo Estambul vive entre, sobre, en las ruinas de su pasado. Esta observación hay que tomarla literalmente. Sobre los viejos muros, construidos por Constantino el Grande, se erigen casas y restaurantes, o se apoyan locales, kioscos, y pancartas.


El contraste es aplastante. Lo nuevo, lo viejo; lo solemne, lo vulgar. Por momentos me sentí insultada. En Venezuela se le rinde culto casi religioso a una casa del siglo XIX donde Bolívar tal vez, quizás, visitó en alguno de sus viajes. En Estambul, un quinceañero insolente se recuesta de la muralla bizantina, apoyando su pie izquierdo sobre la piedra de diecisiete siglos, mientras estruja una colilla con su mano derecha.

Ya caminando por Sultanahmet, a medida que los ojos se van habituando al exotismo de los edificios, al capricho de los callejones, a la solemnidad de la historia que se respira en la ciudad, un nuevo espectáculo entra por la retina: los velos y las burkas. No recuerdo haber visto tantas mujeres veladas hace diez años. Como occidentales civilizados que somos, tratamos de parecer indiferentes, de lucir “acostumbrados”, pero lo cierto es que teníamos que detenernos a mirar. El arreglo de los velos, los estampados, el movimiento del cuerpo bajo la tela, la forma de la nariz, el misterio que oculta la mujer bajo la burka.

Y los colores de Estambul, no sólo en las telas, en las calles, sino en la misma gente, entran por los ojos. Los ojos negros y los ojos verdes, las mujeres muy blancas y las mujeres morenas, los extranjeros, los turcos claros y oscuros. Los colores en las alfombras, colgadas en las calles.


Los colores de las especias: el amarillo de la cúrcuma, el color sangre del sumac, el henna verde, la páprika roja, el comino marrón.


Miles de lámparas en el bazar, con sus cristales iluminados, son una visión al mejor estilo de Rubén Darío.


La cerámica de Iznik en la Mezquita Azul.

Los techos dorados de Topkapi,


el color turquesa irreal del Mármara, el color de la tarde…



Estambul marea por momentos. Lo bizantino, lo otomano. Europa en pugna con la cultura árabe. El esplendor de una mezquita o de un palacio, junto a un konak que se cae a pedazos.



La visión de una ciudad que fue, indiscutiblemente, la cuna de lo que hoy somos en Occidente. La visión de una ciudad que se quedó dormida.


NARIZ

Para mí, cada ciudad tiene un olor distintivo. Viena huele a castañas, Sevilla huele a churros, Buenos Aires a chocolate… Estambul entra por la nariz con violencia. Desde la terraza de nuestro hotel, con vista al Mármara de un lado, y a la Mezquita Azul del otro, huele a mar. Pero caminando por Seraglio, Estambul huele a maíz asado. Un olor dulzón, ahumado, que pica en los ojos y se queda en la nariz por mucho rato. En Eminönü hay una mezcla a mar y cordero. Pero es en el Bazar de las Especias donde se sobresaturan los sentidos: el comino domina, por momentos, pero si se cierran los ojos, si uno se concentra de verdad, el olor de la harissa, del chile negro, del azafrán, comienzan a distinguirse.


Cardamomo, pimienta, ajo. Té de rosa, lavanda.


Todos los olores de golpe. El cerebro no puede procesarlos. Cuando el Bazar queda atrás, cuando entramos en la Nueva Mezquita, aún mi nariz no se recupera. Mi cerebro sigue clasificando y archivando olores, notificándome: "Aquel olor dulzón era té de manzana, aquel otro afrutado era fenugreek".

Ha pasado casi un mes –y más de diez años– de nuestra visita, y aún no logro darle un olor a Estambul. Tal vez el olor del jabón de olivos que nos regalaron en el hotel. Tal vez el olor a humedad de la Cisterna Basílica.


O el olor a cigarrillo que todo lo impregna en la ciudad. Pero no. Estambul sí tiene un olor particular, sólo que mi cerebro todavía no da con él.



BOCA

Podría pasar horas tratando de describir a qué sabe Turquía. Podría tratar de desmenuzar con palabras el kebab de pistacho del restaurante Hamdi, o los baklavas que nos comíamos por docenas Carola y yo en casa de Gökçe,


el ayran del Gran Bazar (miel y menta, combinación perfecta), el humus en la boda de Gökçe, el baba ghanoush también del Hamdi, los eric por docenas en Bursa, los miles de tipos distintos de nueces del Bazar de las Especias,


la miel de panal y el jugo de cereza amarga del Hotel Armada, el caldo milagroso de la abuelita de Gökçe, el cordero tan suave que se deshace en la boca, los pistachos de los vendedores ambulantes en Sultanahmet, tanta variedad de aceitunas que es imposible recordar sus nombres.


El té de manzana inflama las papilas. Incluso el agua fría (su, palabra indispensable en el verano turco) sabe a gloria en Estambul.


PIEL

Estambul también se siente hasta los huesos. El turco toca, invita, roza. Una palmada en el hombro es el inicio de un negocio.


Visitar las mezquitas fue una experiencia 100% táctil. Un ritual para la piel: descalzarse, cubrirse cabeza y hombros, sentarse en las alfombras de las salas de oración o en las frías losas de mármol de sus patios.




Después de un infame verano irlandés, donde la temperatura jamás subió de los 22 grados, el calor mediterráneo le confirió un nuevo sentido a las maravillosas fuentes que plagan la ciudad.


Ver a los hombres haciendo las abluciones antes del rezo nos causó envidia. Ver el mar a lo lejos, intocable, nos causó frustración. Después de caminar por horas, empujando el coche de Diego por las empinadas calles de Estambul, la relación del turco con el agua se hizo clara. Lavarse para rezar, construir cisternas subterráneas, hacer de las fuentes maravillas arquitectónicas, derramar agua al despedir a un visitante (para que la marea lo traiga de regreso), todo se entiende.


Y para aquellos que “ven” con las manos, como yo, pasear por el Gran Bazar fue todo un placer. Cada alfombra, tapete, mantel, bufanda, velo, cada centímetro de tela, cada tejido, cada bordado, cada estampado era una tentación. Hundir las manos en las cestas de pistachos, avellanas, nueces y almendras. Tocar con la punta de los dedos, casi con reverencia, las columnas, paredes, mosaicos y cerámicas, barandas y rejas, fuentes, granitos y mármoles de Estambul es contagiarse del hüzün de Pamuk.



OÍDOS

Desde el llamado a la oración hasta la atorrante música árabe en los taxis, los oídos no se salvan en la Nueva Roma. Estambul se mueve al son del turco, un idioma que suena “duro”, pero aparentemente esta dureza le ha regalado a sus hablantes la capacidad casi mágica de aprender todas las lenguas. Hugo y yo lamentamos no hablar vasco o cualquier otro idioma oscuro y misterioso cuando caminamos por los pasajes del Gran Bazar. Nos hizo falta un código secreto para expresar libremente qué lámparas nos gustaban o qué juego de té preferíamos. Los vendedores, apostados en las puertas de sus negocios, están a la cacería de palabras para etiquetar a sus próximas víctimas. ¿Italiano? No, tal vez español o portugués. Y en cuestión de segundos bombardean a los transeúntes con bienvenidas en tres o cuatro idiomas. Pensé entonces en la torre de Babel, y en que el ingenuo autor del mito jamás conoció al turco que me vendió especias en el Bazar, hablándome en perfecto castellano e incluso emulando diferentes acentos de mi lengua.

La otra música de Estambul la componen sus gaviotas, chillonas y melancólicas,


el sonido del mar, cercano e intocable, la melodía del tráfico que no perdona a las grandes ciudades y, lo mejor de todo, las sirenas de los barcos.


Pamuk las nombra incesantemente. Confieso que al leer Estambul, memorias de una ciudad, me fastidió un poco el tema de la nostalgia; me pareció que, a pesar de ser el protagonista de su obra, este hüzün no se terminaba de materializar en sus palabras. Pamuk pinta una Estambul gris, invernal, triste en sus glorias pasadas, pero esto no es lo que la hace una ciudad nostálgica. El hüzün se respira en una Estambul llena de movimiento, en pleno verano. Se mete en los huesos cuando cae la tarde y el llamado a la oración retumba en cada muro de la ciudad. Se entiende, finalmente, cuando los barcos gimen en Eminönü en su lenta travesía por el Bósforo.



MAŞALLAH, BODA Y AMIGOS IMAGINARIOS

Maşallah es la palabra que define el aspecto “espiritual” de nuestra semana en Estambul. Algo que seguramente no mencionan las guías turísticas es que el turco es familiar. Nos sorprendió, una y otra vez, lo afectuosos que fueron todos con Diego. En cada tienda, museo o restaurante donde estuvimos, encontramos a alguien que se acercó a hacer algún comentario sobre el bebé, tocarlo e incluso cargarlo.



Cuando estábamos esperando a nuestros amigos para hacer el paseo en bote por el Bósforo, un tipo bigotón y peludo se acercó al coche donde Diego dormía y le tomó una foto con su celular. La palabra que escuchamos repetidamente cuando algo así ocurría era “maşallah”. Cuando le contamos esto a Gökçe y le pedimos que nos tradujera lo que significaba, nos quedamos los tres en el silencio que dejan a veces los huecos lingüísticos. No importó, de todas maneras, porque ya sabíamos lo que significaba. Maşallah  es la versión turca del venezolano “Diosmelobendigaymelofavorezca”. Una bendición, una felicitación, un buen deseo.

Hace poco le comentaba a Sánchez que Europa no se entiende sin visitar Estambul, pero sospecho que mi cariño por esta ciudad y por este país no se debe sólo a la maravilla que es pararse en la mitad del Aya Sofya y mirar hacia arriba,


o perderse en los laberintos del Gran Bazar, o dejarse llevar por los tonos de azul de Sultanahmet Camii,


o sentirse ínfimo dentro de Süleymaniye.


Turquía es Gökçe y su familia, su mamá muerta de risa cuando Carola y yo le quemamos media cocina tratando de hacer empanadas, su papá manejando de madrugada para regalarnos Pamukkale, su abuelita haciéndonos sopa, su hermano tratando de entender el inglés primitivo de las dos sudacas. Diez años después, Turquía es reencontrarme con mis amigas imaginarias y materializarlas frente a Hugo y Diego. ¿Viste, Hugo, que Limpho sí existe? Y repetir la fórmula mágica que era nombrar y ubicar en el mapa: “Ella es Lizzy, de Suecia”. Es sentarnos en un café a resumir diez años en una tarde, ver a Gökçe de blanco y escuchar a su sueco diciendo “evet”, mientras de fondo el imán llama a la oración de la tarde.


Es discutir con Tezz, kebabs en mano, sobre nuestras eternas mortificaciones, como si diez años fueran un suspiro en una ciudad que ha estado ahí desde que el mundo es mundo.

* * *

Como siempre, me veo estancada a la hora de cerrar esta crónica.

En una larga enumeración de las cosas que le generan hüzün, Pamuk dice:

But what I am trying to describe now is not the melancholy of Istanbul, but the hüzün in which we see ourselves reflected, the hüzün we absorb with pride and share as a community. To feel this hüzün is to see the scenes, evoke the memories, in which the city itself becomes the very illustration, the very essence, of hüzün. I am speaking of… everything being broken, worn-out, past its prime.



Pamuk añade que esa nostalgia no le pertenece al observador externo, al turista; sin embargo, descaradamente me apropio de ella, así como me apropié de la morriña gallega y de la saudade portuguesa. Sus palabras retumban en mi cabeza desde que terminé su novela hace unos meses. Everything being broken, worn-out, past its prime. Pero la ciudad sigue más viva que nunca. Entre ruinas, con recordatorios permanentes de un pasado soberbio, los turcos se mueven en una ciudad que vibra, en todo el sentido de la palabra. La nostalgia emana a cada paso porque yo, observadora externa, turista, otra, la llevo conmigo. Es la nostalgia que me acompaña cada vez que, de algún modo, retorno a Duino. Regresar a Turquía y reencontrarme con mis amigas automáticamente hace que ponga mi vida en perspectiva.


Nos sentamos a tomar un café, en alguna callecita de Estambul, y mientras alguien cuenta un episodio gracioso del colegio o cuando alguien hace un breve recuento de sus últimos años, cada una, en privado, en silencio, rápidamente hace un balance de su propia vida. Cada quien sopesa sus decisiones, cada quien evalúa sus pasos. En la puerta de nuestra treintena, pienso si, como en Estambul, ya todo está decidido, si las oportunidades han sido agotadas, si ya pasó nuestro momento (es el pesimista en mí, lo sé). Pero vuelvo a Estambul, a la conversación y a mis amigas, y siento que soy afortunada. A pesar de las diferencias de estilo, carreras y vidas en general, me veo reflejada en cada una. Ellas representan posibilidades y comprueban, diez años antes y diez años después, que Duino fue un tiempo mítico, algo irrepetible que marcó mi manera de ver el mundo, y que el precio a pagar, probablemente, sea arrastrar para siempre una nostalgia, un hüzün con el que miro, mido y respiro todo a mi alrededor.

Es un precio justo.

Espero poder regresar varias veces más a Estambul, recorrer sus calles empedradas, perderme en su historia y en mi propia historia. Robarle, una vez más, la nostalgia a Orhan Pamuk y a los estambulus.

C.