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Thursday, September 1, 2011

CD15: SLAN, DEAR EIRE




Cinco años, dos mudanzas y dos hijos en Irlanda merecen una buena crónica de clausura, pero ahora estoy sentada en un café al otro lado del mundo y las palabras se mezclan con un nudo en la garganta y ardor en el borde de los ojos.  La presión internacional para que publique estas crónicas ha sido abrumadora.  De corazón me encantaría decirles a todos que escribir para mí es un placer, un acto catártico, un ejercicio que me viene natural, pero no…  Me cuesta, le doy mil vueltas y (para risa de ciertos personajes) me autocuestiono cada regla gramatical.  Aparte, releyendo este blog desde sus orígenes, me he dado cuenta de que pusimos la barra muy alta.  Comenzó como algo casual, con posts de dos o tres líneas, pero poco a poco se convirtió en una especie de documento sociológico.  Ahora todo el mundo, cercano y no tanto, exige crónicas largas (con una buena dosis de drama y humor), con apoyo audiovisual y demás.  ¿No han oído hablar del terror ante la página en blanco?


La última vez que escribí en las Crónicas Dublinenses, tenía a Andrés recién nacido durmiendo a mi lado, con su carita enfurruñada y el cuarto impregnado a olor a bebé.  Tantas cosas han pasado desde entonces, que es difícil resumir aquí esos tres años…   Visitamos y fuimos visitados, conocimos lugares increíbles, nuestros niños empezaron a ir al cole y aprendieron inglés, nuestros hermanos se casaron y tuvieron hijos, Irlanda pasó de ser uno de los países más prósperos del mundo a estar estancado en la más feroz recesión, y un largo etcétera.


Y así, como si nada, el 25 de agosto nos despedimos de Dublín.  Camino al aeropuerto, Diego vio por la ventana un arcoíris y dijo: “Las nubes y el sol hicieron un arcoíris para despedirse de nosotros”.  Fue difícil no botar alguna lagrimita con el comentario.

 
Después de año y pico de incertidumbre, de no saber si nos quedábamos en Irlanda, si H cambiaba de trabajo, la crisis, el futuro, etc., la noticia de Tailandia llegó inesperadamente y desde ese momento todo fue vértigo.  Pero las mudanzas (físicas y metafísicas) siempre suelen ser así.  No se pueden planear con demasiada antelación.  Inevitablemente, hay asuntos que se tienen que cerrar la semana antes, el día antes.  Uno no puede empacar con semanas de anticipación.  Uno no puede quedarse sin teléfono, carro, luz por demasiado tiempo.  Y las despedidas prolongadas son simplemente insoportables e inhumanas.  Así que, dentro de la corredera, las cosas salieron bien.  Tuvimos tiempo de terminar todas las diligencias.  Nuestros amigos nos despidieron como sólo los buenos amigos pueden despedirlo a uno.  Lamento no poder haberlos visitado a todos (Reni, Andreja, Ana, los Geoghegans, los Mc Aonghusa, María Isabel).  No sé si echarle la culpa a la falta de tiempo y el exceso de diligencias, o a cierto mecanismo de defensa que dice “ya basta, ni una despedida más”.  


A estas alturas ya debería estar más que acostumbrada a decir adiós, a tener amigos a larga distancia.  A veces veo mi Home de Facebook y no deja de maravillarme leer estatus y mensajes en cuanto idioma existe.  Ver nombres criollos y extranjeros por igual.  Decir “Quito”, “Kuala Lumpur”, “Calgary” y poder poner una cara (¡o varias!) en cada sitio.  Es un privilegio.  Pero no deja de ser doloroso desprenderse de la cotidianidad.  Nuestro “círculo social” en Dublín nunca fue muy abultado, pero se sentía como familia, de esas con la que pasas un domingo cualquiera comiendo y echando cuentos.  Pero no quiero ser masoquista.  No quiero nombrar gente.  Todavía no es momento.


Sí quisiera, sin embargo, enumerar las cosas que ya sabemos que vamos a extrañar de Dublín.  Tonterías, rutina, cotidianidad.  Nuestro Dublín: Marlay Park y el mercadito de los sábados (Irish sausage rolls, aceitunas, las mejores fresas del mundo, kebabs y jugo de manzana).


St Edna’s y sus fuentes. 


El verde irlandés.


Las calles amplias (y las pequeñitas, con paredes de piedra y moho). El cole de los enanos y sus maestras maravillosas.

Mis queridos carniceros de Rosemount Meats. Ahmed el cajero de Lidl que me saluda en español y me pregunta por los niños.  La “montaña” y la colecta de frambuesas y moras.  


La muchacha sorda que atiende en el Starbucks de Dundrum y siempre me pregunta cómo va la barriga.  La señora de la farmacia que parece gemela de la mamá de Luis P. Lavar los platos viendo por la ventana de mi cocina (jardín, bosque, verde, zorros, magpies, gatos y demás). 


Llegar a todas partes en menos de 15 minutos. La vuelta diaria por la planta para que D y A vieran las mezcladoras en acción.  Penney’s y Next (por qué ocultarlo jeje). Halloween con los argentinos. 


Navidad con los Sánchez Rugeles-C. 


La nieve en invierno.


Los arcoíris súper intensos en medio de los cambios de humor del clima irlandés.


Aunque sea un cliché decirlo, lo cierto es que se cierra un capítulo.  Diego es la exacta medida de nuestra vida en Irlanda.  Cinco años y todo lo que viene con eso.  Ayer le preguntaron en el colegio nuevo de dónde era y él, sin pensarlo dos veces, dijo “Dublín”.  En la tarde, cuando lo fui a buscar, una maestra me dijo que otra muchacha irlandesa enseguida había pillado su acento.  No sé qué recuerdos llegue a conservar de la ciudad donde nació (por la memoria de elefante que tiene, supongo que muchos), pero nosotros nos llevamos los mejores.  No fue fácil entrarles a los irlandeses desde el punto de vista social.  Son gente muy amable, muy cálida, pero no dejan que entres a su círculo tan fácilmente.  Tal vez nos fuimos justo en el punto de quiebre, cuando apenas empezábamos a hacer amigos locales.  A pesar de eso, si hoy alguien nos pregunta qué lugar del mundo pensamos sea ideal para hacer familia, diríamos “Irlanda”, sin duda.  Es lejos, es frío pero, al final, todo es relativo.  


Así que Slan, Eire.  Nos llevamos muchas cosas buenas, empezando por dos leprechauns hibérnico-tropicales.  Quién sabe… Así como las vueltas locas de la vida regresaron a una Egan a la isla tres generaciones más tarde, tal vez la suerte nos vuelva a poner ahí en el futuro.

C.




Thursday, August 12, 2010

EL RETORNO, Y NO DEL JEDI...

Después de AÑOS de abandono injustificado y cruel, he decidido reactivar las Crónicas Dublinenses.  Pero hay que bajar la barra.  Siendo realistas, no puedo escribir mega-crónicas para cada evento que nos pase, pero sí puedo hacer un foto-reportaje breve contándoles las mamarrachadas que aún nos acontecen en la Isla Esmeralda.

También voy a montar aquí algunos artículos (?) que he estado publicando en ReLectura.  Con ellos comienzo este retorno al mundo bloguístico (aunque no hemos dejado de publicar en las Gastrocrónicas).

Abrazos a los 4 lectores,
Ceci.

Tuesday, January 20, 2009

CD14: PINTURA FRESCA - Reloaded

A Dani E. y Sam, que están por conocerse.


Contra todos los pronósticos, comencé a escribir esta crónica diligentemente unos días después del parto, pero el destino ha querido que duerma un poco más las ideas y ha tenido la gentileza de dejarle la ventana abierta a un par de cacos irlandeses para que se llevaran mi laptop, donde tenía casi terminada la crónica original –Pintura Fresca.

Han pasado casi cuatro meses y aún sigo esperando que el cansancio se disipe y despeje mi cabeza para recordar mejor cada momento, pero no llega el día. Andrés llegó tan rápido que esta vez no hay detalles claros no por la anestesia, no por el cansancio, sino porque el pequeño rompió la barrera del sonido. En esta crónica no va a haber soundtrack o momentos de lucidez reflexiva…

La reflexión vino a priori y a posteriori. Durante el embarazo estuvimos recordando y comparando frecuentemente. A pesar de que Diego había superado todas nuestras expectativas, en cierto modo pensábamos que esta vez no habría muchas sorpresas. El segundo embarazo se dio con menos sobresaltos y angustias (y menos molestias en el primer trimestre). El cuerpo parecía ya acostumbrado a los cambios radicales. Cada uno, por su lado, imaginaba a Andrés como una fotocopia de su hermano mayor. Cuando me hicieron el último eco 3D quedamos convencidos. Otro Diego-clon. Pero cada hijo se encarga de demostrar su individualidad a toda costa, así que Andrés comenzó a patear antes de tiempo. Las últimas semanas del embarazo fueron agotadoras. Las Braxton-Hicks, que con D fueron moderadas, indoloras y hasta divertidas, con A cada vez dolían más. En lugar de estar tranquila porque ya sabía cómo era el asunto, estaba desconcertada por los nuevos síntomas. El 23/9 me desperté con contracciones bastante fuertes, pero irregulares. Estuvimos esperando, haciendo apuestas a ver si Andrés iba a nacer el día del cumpleaños del tío PP, pero nada… Las contracciones iban y venían. Ya estaba durmiendo bastante mal y tenía mucha ansiedad por la llegada de CC (el 25/9). Finalmente, el domingo 28, a las 9 de la mañana, me desperté cuando sentí que rompía fuentes. Algo novedoso. Con D me rompieron fuentes en el hospital, con contracciones fuertes de por medio.

Como el primer parto había sido tan rápido y ya tenía contracciones esporádicas, estaba segura de que ahora la cosa sería rapidísima. Por eso me sorprendió que pasaran los minutos y nada, ni el más mínimo dolor. Me dio tiempo de bañarme, arreglar el cuarto, despertar y darle desayuno a Diego, y terminar de alistar la maleta.

Llegamos a la clínica a eso de las 10:15. En esta segunda vuelta, cambiamos de locación. Ya no se trataba de un hospital viejo, en el corazón de Dublín georgiano, sino de una clínica más parecida a lo que uno ve en Caracas.

Cuando tuve a D, recuerdo tener la sensación de que ahora pertenecía a otra casta, que algo metafísico me separaba de los hombres y del resto de las mujeres que no tenían hijos. Con el tiempo esta sensación no desapareció, pero sí fue amainando. Después de experimentar los cambios increíbles de los nueve meses de embarazo, después de sentir la violencia con la que la mecánica del cuerpo trata de expulsar al bebé, ninguna mujer es la misma de antes. Tenía muchos deseos de revivir esos sentimientos tan poderosos pero, en cierto modo, pensaba que ya lo había experimentado todo. Después de hora y media de haber roto fuentes, y sin indicios de contracciones, debo confesar que estaba un poco desilusionada. Había demasiada lucidez (casi fría) en mi cabeza. Me hacía falta la adrenalina del susto, del dolor, de la expectativa…

Al llegar al piso de maternidad, me hicieron cambiar de ropa y me revisaron. La doctora de guardia (Valery) dijo que el trabajo de parto podía empezar en las siguientes 24 horas. Te puedes ir a tu casa si quieres. Pero mi voz interna gritó ¡Ni loca! Mientras H bajó a la administración a llevar unos papeles, la midwife –que en otro giro extraño del destino se llamaba Nora, al igual que mi abuela– me llevó a la habitación que me correspondía, para ponerme cómoda y esperar. Al llegar, la pareja que debía desocuparla no se había ido, así que tuve que volver al cuarto de examen. No habíamos terminado de llegar cuando tuve la primera contracción. Cuando H regresó, había tenido unas dos o tres más y ya estaban bastante fuertes. Nora me examinó de nuevo. Tienes cuatro centímetros de dilatación. Ya no creo que dé tiempo de poner anestesia…

Si las horas de parto con Diego fueron difusas y extrañas, los minutos del parto de Andrés fueron una especie de implosión temporal. No tengo nada claro. Hugo tampoco. Lo que en mi mente –aun hoy después de cuatro meses– fueron horas, en realidad fueron minutos. Un segundo estaba caminando por el hospital y al siguiente estaba inclinada sobre una cama, sudando frío y soñando con que me perforaran la espalda para ponerme la epi.


* * *


Pero antes de llegar a ese punto, un inciso explicativo. Como ya confesé en la crónica de Diego, yo había pasado ese primer embarazo con la fantasía pseudo-amazona de tener el parto lo más natural, menos intervencionista posible. La realidad, aquella madrugada del 13 de octubre, me dio una bofetada en la cara. Me encontré a mí misma lloriqueando y pidiendo clemencia. Una epidural más tarde, tuve un parto intelectualmente lúcido y transparente. Puja, respira, aguanta, puja, bienvenido Diego. No me arrepiento de haber sucumbido ante la anestesia. Disfruté cada contracción, tuve conciencia plena de las “etapas del parto”, una a una. Toqué, vi, sentí (claro, como quien siente un puñetazo a través de una almohada). Un año después, en octubre del 2007, mi amiga mexicana Rossy daba a luz a Tavito epi-free (más por accidente que por decisión propia). Hablar con la Rose después, ver su cara de serenidad… Pues sí, Ceci, me dolió un chorro, pos ni modo… Quedé picada. ¿Cómo que pos ni modo? ¿Cómo se sobrevive a algo así? Ahora esta pregunta sí tenía un fundamento empírico. Si unas cuantas horitas de contracciones habían doblegado mi espíritu y mis convicciones, ahora sabía a cabalidad que un parto sin anestesia debía ser algo de otro mundo. Para una casta de súper-mujeres que ya casi no existía.

En julio del 2008, apenas semanas antes del nacimiento de Andrés, mi amiga argentina Lola también dio a luz sin anestesia. Esta vez oí la historia a minutos de haber ocurrido, por boca de ambos padres. Lola era, sin duda, otra súper-mujer. Esa noche estaba radiante, como si nada. ¿Pero no te dolió horrores? ¿Cómo hiciste? Y nada, así nomás, me dijo levantando hombros y cejas. Yo, por mi parte, ya muy cansada y recordando con vivacidad el dolor de las contracciones, me sentía cada vez más lejos de esa casta. Ya estaba decidida a aguantar lo necesario de mi casa al hospital, a ponerme en posición fetal y a recibir los beneficios analgésicos que nos regaló el siglo XX.

Pero las cosas siempre terminan pasando de la manera más imprevista, a pesar de que el cosmos no cesa de dejar señales en todas partes. No bastaba con las experiencias cercanas de Rossy, de Lola, de Anne (una compañera de colegio noruega que parió en su casa a un niño de casi cinco kilos en primavera). Después de muchos años de habernos perdido la pista, en verano volví a saber, vía Facebook, de una querida amiga del Cristo Rey: Samanta. Sami estaba embarazada de su segunda hija y esta vez quería lanzarse a parir al natural. Hablamos de nuestras experiencias, de la necesidad cultural por la anestesia, las inducciones y la cesárea, el miedo al dolor y de cómo hemos aprendido a subestimar el aguante femenino. Todo estaba por verse. Una cosa era hablar, otra parir. Unos días después del nacimiento de su Amaya, Sami me escribió contándome con detalle lo que ella calificó como “una experiencia orgásmica”. A pesar de su entusiasmo y sus palabras alentadoras, en ese momento me sentía completamente incapaz de sobrellevar algo parecido a lo que me contaba.


* * *


No recuerdo en qué momento pasé de estar parada a recostarme en la cama. Supongo que fue cuando la doctora de turno regresó a revisarme y dijo que ya tenía ocho centímetros (mi fantoche de doctor, que nos estafó por nueve meses y nunca me tocó la barriga siquiera, no apareció jamás). La cosa es que la gente seguía entrando y saliendo de la habitación, y en una de esas llegó el anestesiólogo –un hombre enorme, gordo y pelón, con dedos de tequeño (o, referencia más internacional, con dedos de morcilla pálida). Pero la apariencia física del doctor era lo de menos. El elemento clave aquí es que el anestesiólogo, el tipo que iba a meterme una aguja entre vértebra y vértebra, temblaba como gelatina. Quise creer que la que temblaba era yo, que estaba viendo mal. Pero ya las contracciones no tenían pausa. Era una continua batalla muscular. La cuestión es que el simpático Dr. Parkinson me perforó la mano para ponerme la vía y luego me invitó a ponerme en posición fetal, sobre mi lado izquierdo y a la orilla de la cama. Pero una vez de medio lado, ya las ganas de pujar eran más fuertes que mi amor por los barbitúricos. El doctor seguía diciendo Tranquila, sólo respira (cabe mencionar que entre el dolor y las instrucciones cruzadas del doc y la enfermera –Respira largo y profundo, honey, y Bocanadas cortas y seguidas, poh poh poh– yo ya estaba mareada e hiperventilando). Para hacer el cuento corto, y así serle fiel a los eventos, cada vez que me daba el retorcijón –disimuladamente y como quien no quiere la cosa– pujaba un poquito y el alivio era tremendo. Cuando el doc se volteó para buscar el catéter declaré, categóricamente, I need to push, y mientras lo decía, hecha un ovillo y en el borde de la cama de aquel cuarto de examen, pujé tal como la naturaleza me lo pedía. Lo siguiente que supe fue que el doctor me palmeó en el hombro y me dijo Hice todo lo que pude, honey, y se largó por donde vino. Hubo un revuelo en la habitación (honestamente, no sé cuánta gente había; creo que sólo quedaban Hugo y Nora). Sólo sé que Nora me levantó la pijama y me dijo Arrímate al centro de la cama, o vamos a tener que atajar al bebé en el aire. No sé cómo hice, pero entre pujadas y a empujones de Hugo, me arrimé. Seguía en posición fetal y seguía pujando sin mucha técnica (atrás habían quedado los consejos y las clases prenatales…). Mi mortificación inmediata era cómo iba a hacer para pujar y levantar la pierna al mismo tiempo. El pobre Andrés iba a nacer como una barajita. Pero Nora pareció leerme el pensamiento y le dijo a Hugo que me soltara la mano y se hiciera útil. Creo que en ese momento llegó otra enfermera a ayudar. La siguiente mortificación fue ¿De dónde me agarro? ¿Qué hago con las manos? Estiré los brazos por encima de la cabeza y agarré lo primero que encontré –tal vez el copete de la cama, tal vez el borde del colchón. En un momento de lucidez sí recordé que era más eficiente pujar mientras exhalaba, con la barbilla al pecho y sin hacer la fuerza con la cara. Traté de establecer algún ritmo (eso había sido tan fácil con Diego), pero esta vez el cuerpo dictaminaba la metodología. No creo haber pujado más de tres veces cuando alguien notó la aparición de una cabeza. A mí no me hacía falta el anuncio. Era clarísimo el trayecto del bebé. En ese instante recordé con nitidez las palabras de mi amiga Samanta: el anillo de fuego. Es una sensación muy particular cuando la cabeza está coronando y comienza a salir. Esta es la parte del relato donde todo el mundo tiene el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Esta es la parte del parto que yo no concebía sin anestesia. Este es, sin embargo, el momento de mayor alivio de los nueve meses de embarazo. A pesar del ardor y del dolor, a pesar de Hugo diciéndome No grites, Ceci (y yo mentalmente respondiéndole Acuéstate y pare tú, condenado), los segundos que dura el paso del bebé al mundo exterior, umbral foucaultiano de episteme a episteme, ruptura de ciclos, estallido de vida, es el mejor momento de toda mi existencia.

Después de esos segundos hay tanta adrenalina en mi cuerpo que no puedo parar de temblar y llorar. Siento que puedo parir cien veces más y que soy indestructible. En algún momento me pusieron boca arriba, pero no recuerdo cómo me volteé o cómo me sostuve. No recuerdo quién le cortó el cordón al bebé, jamás le vi la cara a la otra enfermera. Las rodillas eran de gelatina, sudaba frío, pero era la mujer más fuerte del mundo. Tuve la tranquilidad de ver el reloj de la pared (eran las 12.21) y de recordarle a Hugo que tomara fotos (la cámara había quedado abandonada al otro lado de la habitación). Andrés lloraba a todo pulmón. Me levantaron la pijama y me lo pusieron en el pecho.


Con Andrés sobre mí, después de esa batalla campal, mi cuerpo flotaba por encima de todos. Las enfermeras me hablaban, yo respondía en un inglés fluido, como si nada, pero al mismo tiempo, como desdoblada, veía la escena desde otro ángulo (la adrenalina es así de mágica…).

La certeza que tuve ese día es que debe haber sólo un puñado de sensaciones físicas tan poderosas como un parto. Yo nunca había experimentado algo tan intenso e instintivo como esa mañana del 28 de septiembre. El cuerpo estaba actuando por encima de mi voluntad racional, dictaba y ejecutaba, y yo no podía escuchar más voces que las del instinto.

Después del torbellino, la verdadera sorpresa fue cuando por fin lo vi de frente. Andrés era distinto a Diego. El lector puede pensar que soy una perfecta idiota al haber esperado lo contrario, pero ni la más florida de las imaginaciones puede construir la cara del bebé que está por nacer. Andrés era otro, único desde el segundo en que supimos del embarazo. Sus manos, su olor, la manera de relacionarse conmigo, con Hugo, es distinta y particular. Renacen los miedos iniciales, como si no hubiéramos tenido ya otro hijo: qué tiene, por qué llora, lo estaré agarrando bien, me va a querer, será una buena persona (será un serial killer), cómo sobrevivo si le pasa algo. Doy a luz y me reexamino como persona. Mi cuerpo, adolorido y cansado, está más vivo que nunca. Soy capaz de todo. Logré ser parte de esa casta superior que en realidad somos todas las mujeres. Me reexamino espiritualmente. Ser papá te hace fuerte y te hace más vulnerable que nunca. El hijo –el primero, el segundo, el quinto– es el punto débil. Cuando llora, cuando se retuerce por un simple cólico, te quitan el piso de los pies. Cuando tomas conciencia de que le puede pasar algo, que el mundo es hostil y que a la vuelta de la esquina hay algo que le puede hacer daño, entonces te provoca hacerte un ovillo y llorar a moco tendido.


El saldo final, aparte de un bebé hermosísimo, peludito y gordo, fue que me saqué el clavo de ver cómo era posible superar los prejuicios del dolor y sentir lo que habían sentido mis abuelas. El aprendizaje inmediato es que soy una “adrenaline junkie” y repetiría la experiencia segundo a segundo. Sentir, un minuto atrás, al bebé moverse en la barriga, y al siguiente tenerlo en brazos después de un proceso casi sísmico es simplemente sobrecogedor. Después de minutos, horas tal vez, de no poder discernir, encuentro en mis brazos a una persona tan frágil durmiendo, respirando, apenas aprendiendo a moverse. Le apoyo la mano en el pecho y su calor me saca lágrimas. Vuelvo a tener ese vértigo en el estómago que tuve dos años atrás: me necesita tanto, pero yo lo necesito más a él. Y desde ese momento, el verdadero instante en que Andrés y yo nos conocimos, me convertí en Ceci, la mamá de Diego y Andrés. Esa es mi nueva, verdadera identidad. Lo demás no importa, son adornos superficiales.


* * *


Es tarde. Todos mis muchachos están durmiendo mientras afuera llueve a cántaros y las gotas golpean el techo y las ventanas. Vivimos muy lejos. De vez en cuando bajamos la cabeza, abatidos por la distancia, y nos preguntamos cuándo será el próximo domingo, la próxima navidad, el próximo cumpleaños que pasemos con la familia completa. Pero cada parto es un comienzo nuevo, no sólo para el recién llegado, sino para todos los que estamos cerca de él. Ahora somos cuatro; nos necesitamos y nos hacemos compañía. Creamos nuestras propias tradiciones y nos hacemos el propósito, Hugo y yo, de multiplicarnos como padres para llenar el vacío que deja la distancia y el desarraigo. Llenar todos los huecos con historias, fotografías, visitas, viajes y proyectos. Es por eso que escribo estas caóticas palabras. Quisiera que supieran, tal vez cuando a ellos les toque ser padres, lo que sentí cuando llegaron. Que sepan que su compañía hace llevadero todo lo difícil que nos toque por vivir. Que sepan que el parto, experiencia increíble y vertiginosa, es sólo el comienzo de otra experiencia inconmensurable e inenarrable: verlos crecer y quererlos cada día más.


De este modo cierro, casi cuatro meses más tarde, la crónica del nacimiento de Andrés. He decidido mantener el título original porque sigo teniendo muy fresca la sensación de estar sometida al poder inefable de la naturaleza sobre mí y por encima de mi voluntad. Me disculpo por la falta de “poesía” en esta narración, la ausencia de hilo conductor, el fragmentarismo y demás pelones estilísticos (aparte, está de moda escribir mamarracho…). Cierro deseándoles a mis amigas barrigonas (y a las que están dándole vueltas a la idea) que tengan un buen parto y un feliz comienzo de nueva vida, en el sentido más verdadero de la expresión.

Ceci.

Saturday, December 15, 2007

Un poco de nada

Se me ocurrió echar una revisada a las Crónicas y oh, sorpresa, no hay registros míos en los últimos meses, quién sabe si años. No es que no haya ocurrido nada, no. Mucho menos que el verbo emotivo de C haya castrado mi musa. El trabajo ha estado fuerte, es verdad, pero siempre queda tiempo para el Facebook, así que ¿por qué no para el blogger?

Podría pasar horas y párrafos enteros filosofando sobre cómo nos hemos acostumbrado a la vida anglo. Convencería hasta al más escéptico de que nada emocionante nos ha ocurrido luego de que nos encontramos a Collin Farrell y más recientemente a Larry Mullen Jr.

Sin embargo, nada de esto explica mi sequía bloggística. Las únicas razones para tal desacierto no son más que la flojera y mi continuo apego a lo único con lo que soy consistente: la procrastinación.

En vista de que estos azotes de barrio particulares me separan de los cada vez más escasos lectores, desde hoy me obligo a escribir aunque sea tres líneas a la semana. Veamos si así esto vuelve a coger vuelo. Una cosa sí advierto: al aumentar la frecuencia de mis escritos pueden esperar un incremento exponencial el nivel de gamelote (bastan estos cuatro párrafos como muestra).

Saludos a los que aún quedan por aquí,

-

Friday, October 5, 2007

REPORTE DE PP


Como los fieles seguidores de Diego ya saben, el Popular Tío Pepe vino a visitar al ahijado hace un par de semanas. A continuación, un reporte escrito por él mismo sobre su encuentro con el pequeño Titu.

C.

* * *

Londres.
J.I. Egan
Reuters-

Este corresponsal, con las emociones frescas aún, se atreve a realizar un breve esbozo de lo que fue una de las peleas más crueles del siglo. Aquella que pasará a los anales de la historia como "La Batalla de Terenure".


Los rivales:

1- Titu, el muchacho de la casa, el favorito, con todo a favor: los apostadores, buena alimentación, fanaticada creciente y devota, velocidad natural, agilidad felina, y sobre todo, una maestría en manipulación.
2- PP, el retador. Un tipo con un poco más de alcance y tamaño, pero lento en sus movimientos, casi torpe –una conocedora diría más adelante, que la burlesca lentitud del retador se debe a la cantidad de "mamonazos" recibidos por éste en la cabeza, que lo que daba ese pobre hombre era pena-. Mal alimentado, con el público en contra (y las apuestas también: la prestigiosa casa Ladbrokes lo daba ganador 5000-1), en una locación extraña.


La pelea:

Desde el primer momento, el pequeño Titu se dedicó a golpear sin piedad a su humilde rival, que nada podía hacer para evitar la paliza en que convertiría el fin de semana.

El primer encuentro vino en el mismo aeropuerto, cuando Titu, el destructor, sopesó sus opciones y esperó a que su tío lo cargara por primera vez en un par de meses para sonarle mayor bofetada y mirarlo con desprecio. Round 1: Titu.

Durante esa tarde, el pequeño se las ingenió para arremeter con dos brutales cabezazos, apuntados a los pómulos de su tío. Gracias a la fortuna, uno impactó cerca del pecho, pero el otro fue directo a la mandíbula. Round 2: Titu.

Esa noche, en cruel venganza, PP realizó toda clase de ruidos para que Titu despertara de su plácido sueño, y fue allí cuando el contrincante asestó uno de sus dos golpes firmes de la pelea: la sombra extraña en la puerta del cuarto del pequeño, que causó pánico-rabia-y-desolación en el muchacho de la casa (sobre todo impotencia por no saber aún bajarse de la cuna para darle una paliza al "ajeno"). Round 3: Pepe.

El sábado en la mañana, PP se levanta y se asoma a la sala, justo cuando Titu, el asesino, comía su tradicional desayuno a base de vísceras de búfalo. Titu se sorprende y llora. Arruinado el desayuno. El retador, por dentro, sonríe. Round 4: Pepe.

Pero justo cuando el retador pensaba que remontaba, y los apostadores se preocupaban, Titu planeaba un día lleno de golpes brutales. El retador no tenía nada. Era aún sábado en la mañana y ya había gastados sus únicos cartuchos.

El quinto round tendría vida en el zoológico, en donde Titu, con un pésimo humor, se dedicó a incrustar pequeños pero poderosos jabs en la cara de su rival, que nada podía hacer para evitarlos. En ciertos momentos, sólo se dedicó a empujar con desprecio a su oponente, y cuando éste volvía, era recibido con ganchos al mentón. Era una pera. Al público le empezaba a dar tristeza tal paliza. Round 5: Titu.

Esa noche, ambos peleadores estaban agotados. Titu, el conquistador, de tanto golpear a su torpe rival. PP, el cuasi finado, de recibir tal paliza.

El domingo fue el día decisivo, el mortal. Serían sólo tres rounds, pero ya la pelea tendría nombre definitivo.

El sexto asalto sería rápido para Titu, y fatal para PP. Luego de estudiar a su rival, Titu, el campeón, bajó un poco la guardia y logró acercarse lentamente a su oponente, para esperar justo el momento en que éste bajara la guardia y azotar sin ninguna piedad contra el ojo de PP con la punta de un menú plastificado. El retador caía a la lona por primera vez. 1...2...3...4...5...6...7...8... y logró levantarse. Pero ya el daño estaba hecho, el pobre hombre era una piltrafa ciega. Titu reía y se mofaba. Round 6: Titu, con Knock Down incluido.

El séptimo asalto sería inesperado. Cuando ambos rivales se encontraban ya en el apartamento, sede principal del evento, el pequeño Titu, el caníbal, asestó su segunda jugada mortal del día. Estando cargado por su oponente, el campeón "peló" sus únicos 4 dientes y dio uno de los mordiscos más despiadados de la historia, contra la indefensa tetilla de su rival. PP se fue a la lona de nuevo. 1...2...3...4...5...6...7...8...9... y logra, casi sin fuerzas, levantarse, mientras Titu se limpiaba la sangre de su boca. Round 7: Titu, con Knock Down incluido.

Al final, y en una maniobra triste, patética y desesperada, el retador, PP, el traidor, contrario a lo establecido en las reglas del combate, despertó al pequeño Titu de su sagrada siesta, pensando que así podría tomar de sorpresa al muchacho de la casa. Triste elección: Titu, el manipulador, luego de flaquear un poco –su rival juraba que tenía, al menos, otro round- se acercó a su oponente, y juguetes en mano se dedicó a golpear sin piedad a PP, que no pudo más que agazaparse, cobardemente, y abandonar el combate. Round 8: Titu. Además, su oponente abandona la pelea.


Tarjeta Final

Campeón: Titu, el implacable.

Antes del abandono, se veía una decisión unánime en las tarjetas en favor del pequeño irlandés:

- Titu: 10+10+9+9+10+10+10+10= 78
- PP: 9+9+10+10+9+8+8+8= 71

El lunes fue día de reposo. Titu, campeón reinante, no dejó de observar a su ex-rival casi con piedad, mientras que éste, con las heridas aún frescas y el ojo casi inservible, patéticamente trataba de quedar bien con el pequeño y así evitar que se molestara y le diera otra paliza.


NOTA DEL EDITOR
: Adjunta está la prueba del daño oftalmológico causado por el gran Titu a su triste rival.
Reuters-


Thursday, September 6, 2007

CD13 (English version) - TURKISH CHRONICLES


PRELIMINARY WARNING: Here’s an attempt to translate my impressions about Istanbul so that the characters of this chronicle can read it as well. As usual, feel free to correct, revise and make as many amends as needed. My English is not as lousy as ten years ago, but it’s far from decent, especially when it comes to writing. I apologise for any inaccuracies, the Spanglish and the super-long-Spanish-like sentences, and for a few poetic licenses (a fancy way to disguise my lack of literary resources in English).


Ancient chronicles

My relationship with Turkey began in 1995, when chance –as usual, placed me two doors away from Gökçe in Foresteria, our residence. When school was over (on Sunday, 25 May 1997) Gökçe and her parents, Carola and I headed to Istanbul. The real adventure began once I stood on Turkish soil. I was told by our usual travel agent that I didn’t need a visa to go to Turkey. In any case, I could always purchase one right at the airport, just as Tesmer, my American roommate, had done. But as the readers may already suspect, Turkish bureaucracy was determined to give us an anecdote to tell in these chronicles.

The immigration officer’s “NO” was categorical. Tears were abundantly shed. My version of the story is as follows: escorted by two police officers, I went to pick up my luggage in order to recheck it, so that I could take the next flight to Italy, go to a Turkish consulate there and get the visa. Meanwhile, Gökçe’s dad ran back and forth throughout the airport, talking to every single officer he found on his way; G’s mum tried to comfort us while Gökçe, tears in her eyes and creaky voice, proclaimed her shame and disdain towards Turkish institutions. One or two hours later, I was given a red stamp on my passport and that very afternoon we were all comfortably sitting in the Özbilgin family’s living room, in Bursa.

Ten years later, I learnt what actually happened, as told by Gökçe herself: while the two police officers were escorting me to the baggage area, Dr. Özbilgin had a turbulent conversation with the immigration officer in which he tried to explain that I was under his responsibility, that my parents did not live in Italy, that I had been misinformed, etc. According to G, her dad, who had met my parents at the school closing ceremony, somehow felt my folks had appointed him with my care. I don’t even think they said hello to each other, as my parents know Turkish as much as Dr. Özbilgin knows Spanish… Anyhow, parents are parents regardless of language and passports, so the image of the poor chubby girl being escorted by the two Turkish men-in-blue must have broken the good doctor’s heart. Meanwhile, the officer was showing off the best of the third world bureaucracy (so familiar to me, indeed, that for a moment I felt I was in Caracas airport instead of Istanbul). He told Dr. Özbilgin the only way for me to get a Turkish visa was if “someone” from the ministry of foreign affairs made a phone call on my behalf. It was Sunday afternoon, for crying out loud! It is a scientifically and universally proven fact that the human brain is absolutely useless on Sundays. Gökçe’s dad could already picture the chubby girl wandering around the lonely streets of Trieste, dragging her sad, heavy backpack behind her… Until he suddenly remembered this character, so familiar to all of us who have grown up under the shadows of bureaucratic possibilities… That friend who happens to be “connected”. Gökçe confessed she has never been able to figure out what profession this man is, or what it is he does exactly. Anyway, he is the one they call every time there’s a bureaucratic complication in the family, and he always manages to sort it out. I just remember Gökçe’s dad glued to a payphone, gesturing and nodding. Gökçe says that ten minutes after the phone call, the very same cocky officer came back with a completely different attitude. “Do you want some tea, Doctor Özbilgin?”; that must have been his new approach, I suppose… The ending of this version you can already guess.

For Gökçe’s dad, introducing an almost-illegal Venezuelan immigrant to his country was an incredible deed he remembers with fondness (though I reckon he must have ended up wishing no more of Gökçe’s international visitors would ever come back to Turkey). For me, on the other hand, it was the obscure beginning of the best trip I’ve ever had. Ten years after the quixotic experience, when Gökçe began to tell the story, Marcus turned towards me and said: “Ah, THAT was you?”. Yes, that was me… His question did two things: first, it made me blush, and second, it made me regret I couldn’t speak Turkish so that I’d be able to convey to Gökçe’s dad how much that day impacted my life as well. And since ten years ago I wasn’t sharp enough to write down my impressions about that trip, here go some more up-to-date.


Contemporary chronicles

I can’t think of a better way to describe Istanbul than through the sensations the city makes me feel.


EYES

Istanbul enters through the eyes. On our arrival, the dryness of the landscape visually hit us, accustomed as we were to the bright Irish greenness. On the journey from the airport to Sultanahmet I thought of those movies they used to show during Easter, with a blonde Jesus Christ who dragged a tunic on a dirty soil with a few olive trees in the background. But the semi-desertic image soon disappears. The landscape begins to fill with minarets and three or four-story-high buildings which seem to fight for the best view. As we approach the Bosphorus the combat seems to take a whole new level. The houses pile up and up, defying gravity. The hills that descend to the sea seem to be made of buildings.


And the minarets stand up arrogantly, as if proclaiming no one can see more than Allah.



Parallel to the avenue that is taking us to the hotel are the city walls. Orhan Pamuk, in his memoirs, mentions how Istanbul lives among, over, in the ruins of its past. This observation must be taken literally. Over the old walls, commissioned by Constantine the Great, houses, restaurants, kiosks and stores have been built.


The contrast is overwhelming. The new, the old; the solemn, the vulgar. At times I feel insulted. In Venezuela, a sad XIX century house where -just maybe- Bolívar put a foot on is transformed into an almost-religious museum. In Istanbul, an insolent teenager reclines against the Byzantine wall, putting his left foot on the seventeen-century-old stone, while he squeezes a cigarette on it with his right hand.

While walking in Sultanahmet, the eye begins to get used to the exoticism of the buildings, the whimsical alleys, the solemnity of the History (with capital H) that breathes in every pore of the city. But then again, a new spectacle catches the eye and enters through the retina: the veils and the burkas. I don’t remember seeing so many veiled women ten years ago. Like the civilised Westerners we are, we tried to look indifferent, to appear “used to it”, but the truth is we had to watch: the arrangement of the veils, the patterns and colours, the movement of the body under the fabric, the shape of the nose, the mystery that women hide under the burka.

And the colours of Istanbul, not only in the fabrics and streets, but in the people themselves, also catch the eye. The black and the green eyes, the pale and the dark women, the foreigners, the light and the dark Turks. The colours in the carpets, hanging in the streets.


The colour of the spices: the yellow turmeric, the blood-coloured sumac, the green henna, the red paprika, the brown cumin.


Rubén Darío, the modernist Nicaraguan poet, could not have envisioned a more beautiful image than the lamps hanging in the bazaars, shedding multi-coloured lights through their crystals.


Iznik blue tiles in the Blue Mosque.


The golden roofs of Topkapi.



The unreal turquoise colour of the Marmara Sea, the color of the afternoon light…


Istanbul can make you dizzy at times. The Byzantine, the Ottoman. The European fighting with the Arabesque. The splendour of a mosque or a palace next to a konak that is falling to pieces.



It is the vision of a city that was, no doubt about it, the cradle of what we have become today in the West. The vision of a city that felt asleep.


NOSE

For me, every city has a distinctive smell. Vienna smells like chestnuts, Seville smells like churros, Buenos Aires smells like chocolate… Istanbul enters through the nose with violence. From the terrace of our hotel, with the Marmara on one side and the Blue Mosque on the other, it smells like the sea. But if you walk in Seraglio, Istanbul smells like roasted corn. A smoke-like, sweetish smell that burns the eyes and stays in the nose for a long time. In Eminönü there’s a mixture of sea and lamb. But it is in the Spice Bazaar where all senses over-saturate: cumin prevails, at first, but if you close your eyes, if you really focus, the smell of the harissa takes over, and then the black chilli and saffron begin to emerge too.


Cardamom, pepper, garlic. Rose tea, lavender.


All the smells at once. The brain just can’t process them. When we leave the Bazaar, when we enter the New Mosque, my nose is still recovering. My brain is still classifying and labelling the smells, letting me know: “That sweet smell was apple tea, that fruity one was fenugreek”.

It’s been almost a month –and more than ten years, and I still can’t name a smell for Istanbul. Maybe the smell of the olive oil soap they gave us in the hotel. Maybe the smell of humidity down in the Basilica Cistern.


Or the smell of cigarette smoke that impregnates everything in the city. But then again, that’s not it. Istanbul does have a particular smell. I just can’t figure it out yet.


MOUTH

I could spend hours trying to describe what Turkey tastes like. I could try to shred with words Hamdi’s pistachio kebab, or the baklavas Carola and I used to eat by the dozens at Gökçe’s.


Or the Grand Bazaar ayran (honey and mint, heavenly combination), the humus at Gökçe’s wedding, Hamdi’s baba ghanoush, eric by the dozen in Bursa, the thousand different kinds of nuts in the Spice Bazaar.


The honeycomb and the bitter cherry juice of Armada Hotel, Gökçe’s grandma’s miracle soup, lamb so soft it melts in your mouth, the pistachios from the street vendors in Sultanahmet, so many different kinds of olives it is impossible to remember their names.


The apple tea burns your tongue with flavour. Even cold water (su, indispensable word in the Turkish summer) tastes like glory in Istanbul.


SKIN

Istanbul can also be felt right to the bones. A Turk touches without reservations. A tap on the shoulder is an invitation to do business.


Visiting mosques was an absolutely tactile experience. A ritual for the skin: taking the shoes off, covering head and shoulders, sitting on the praying room carpets or on the cold marble stones of their courtyards.



After an infamous Irish summer where the temperature wouldn’t rise beyond 22 degrees, the Mediterranean heat gave a whole new meaning to the wonderful fountains around the city.


Watching men doing the ablutions before the prayer made us envious. Watching the sea at the distance, untouchable, frustrated us. After walking for hours, pushing Diego’s buggy up Istanbul’s steep roads, we fully understood the relationship between Turks and water. Washing up before the prayer, building underground cisterns, making architectonic marvels out of fountains, splashing water when bidding farewell to a visitor, it all makes sense.


And for those who “see” with their hands, like me, walking in the Grand Bazaar was a real pleasure. Each carpet, rug, tablecloth, scarf, veil, each centimetre of fabric is a temptation. Sinking your hands in pistachio, hazelnut and almond baskets. Touching with the tip of your fingers, almost with reverence, Istanbul’s columns, walls, mosaics and tiles, fences and rails, fountains, granite and marble stones, is to catch some of Pamuk’s hüzün.




EARS

From the call to prayer to the annoying Arab music in taxis, ears can’t escape Istanbul’s charm. The city moves to the rhythm of a “rough” language, but this roughness has apparently given its speakers an almost supernatural ability to learn all languages on earth. Hugo and I regretted not knowing Basque or any other weird and mysterious language when we walked through the alleys of the Grand Bazaar. We missed a secret code to freely express which lamp we liked or which tea set we wanted to pick. The salesmen, standing by the doors of their stores, are hunting for words in order to label their next pray. Italian? No, maybe Spanish or Portuguese. And in a matter of seconds they bomb the passers-by with welcomes in three or four different languages. I remembered then the myth of the tower of Babel, and I thought its naïve author never met the Turk from whom I bought spices and who spoke to me in perfect Spanish, even emulating different accents of my language.

The other music from Istanbul is composed by its squealing and melancholic seagulls…


…the sea sound, close yet untouchable, the melody of traffic –unforgiving as in all big cities. And the best of all: the horns of boats and ships.


Pamuk mentions them over and over again. I must confess I felt annoyed by how he deals with the topic of melancholy in his novel –Istanbul, memories of a city. In spite of being the main character of his work, I thought this hüzün didn’t reach me through his words. Pamuk depicts a grey, wintry Istanbul, saddened by its past glories, but this is not quite what makes it a nostalgic city. Hüzün may be felt and breathed in an Istanbul full of movement, in the midst of a summer morning. It gets to your bones when the sun sets and the call to prayer bounces in every wall of the city. It is finally understood when the ships mourn in Eminönü, in their slow journey through the Bosphorus.


MAŞALLAH, WEDDING AND IMAGINARY FRIENDS

Maşallah is the word that best defines the spiritual aspect of our week in Istanbul. Something that surely tourist guides don’t mention is that the Turk is a very familiar character. We were amazed, once and again, by how affectionate everyone was towards Diego. In each store, restaurant or museum, there was always someone who would come to the baby to make a comment about him, touch him or even hold him.


When we were waiting for our friends to take a Bosphorus boat trip, a hairy, scary-looking fellow came to Diego’s buggy, where he was pleasantly asleep, and took his picture with a cell phone. The word we kept hearing any time this kind of thing happened was “maşallah”. When we told Gökçe about it and we asked her to translate it, the three of us fell in the awkward silence left by linguistic gaps. It didn’t matter anyway, because we already knew what it meant. Maşallah  is the Turkish version of the Venezuelan “Dios me lo bendiga”. A blessing, a congratulation, a good wish.

A few days ago I told a friend that Europe cannot be fully understood without visiting Istanbul, but I suspect my affection toward this city and this country is not only due to the marvelous feeling of standing in the middle of Haghia Sophia and looking up to its dome.


Or getting lost in the labyrinth of the Grand Bazaar, or letting yourself go in the blue tones of Sultanahmet Camii.


Or feeling ridiculously tiny inside Süleymaniye.


Turkey is Gökçe and her family; her mum laughing out loud when Carola and I burnt half of her kitchen trying to cook some empanadas; her dad driving in the middle of the night just to give us an amazing gift -Pamukkale; her grandma making us soup; her little brother making an effort to understand our poor English. Ten years later, Turkey is an encounter with my imaginary friends. It is being able to finally materialise them to Hugo and Diego: You see, Hugo? Limpho does exist! And being able to repeat the magic formula that was naming and placing: “This is Lizzy, from Sweden”. Turkey means sitting down in a café to synthesise ten years in an afternoon, watching Gökçe in white and listening to her Swede say “evet”, while the imam calls to prayer in the background.


It means arguing with Tezz, a kebab in each hand, about our eternal preoccupations, as if ten years were a sigh in a city that has been there since the beginning of time.



* * *


As usual, I’m stuck when it comes to giving this chronicle a closure.

In a long list of the things that generate hüzün, Pamuk says:

But what I am trying to describe now is not the melancholy of Istanbul, but the hüzün in which we see ourselves reflected, the hüzün we absorb with pride and share as a community. To feel this hüzün is to see the scenes, evoke the memories, in which the city itself becomes the very illustration, the very essence, of hüzün. I am speaking of… everything being broken, worn-out, past its prime.



Pamuk adds that that nostalgia does not belong to the external observer, to the tourist; however, I shamelessly take over it, just as I stole the Galician morriña and the Portuguese saudade. His words echo in my head since I finished his novel a few months ago. Everything being broken, worn-out, past its prime. But the city looks as lively as ever. Amongst ruins, with permanent reminders of a hubristic past, the Turks move around a city that vibrates, in the full sense of the word. Nostalgia emanates from everywhere because I, an external observer, a tourist, an outsider, carry it within myself. It’s the nostalgia that accompanies me whenever I somehow return to Duino. Coming back to Turkey and meeting with my friends automatically makes me put my life into perspective.


We sit down for a coffee in a tiny Istanbul street, and while someone tells a funny story about school or what she’s been up to lately, each of us -privately, in silence- makes a quick balance of her own life. Each of us weights her decisions and evaluates her steps. At the door of our thirties, I wonder if, as Istanbul, everything is already sorted out, decided; if all opportunities have been granted, used, wasted; if we all are past our prime (it’s the pessimist in me, I know). But I come back to Istanbul, to the conversation and to my friends and I feel lucky. Despite the differences in styles, careers and lives in general, I feel reflected in each of them. They represent possibilities and prove, ten years before and ten years later, that Duino was a mythical time, something unrepeatable that forever shaped the way I see the world. The price to pay for it is, probably, to drag around a nostalgia, a hüzün by which I see, measure and breathe everything around me.

It is a fair price.

I hope I can come back to Istanbul many times, tour its streets, get lost in its history and in my own history. I hope I can steal, once more, some nostalgia from Orhan Pamuk and the Istanbullus.


C.