Wednesday, August 18, 2010

IN MEMORIAM


A la madre Tomasa Martínez

El mechón de pelo liso y negrísimo (con alguna cana impertinente) desafía la gravedad y se columpia de un lado a otro sin terminar de soltarse de las amarras del velo. Las carcajadas de mezzosoprano resuenan en las paredes de baldosas verdes. Los ojos negros presionan e interrogan, pero sin malicia, sin aterrorizar. Su figura es pequeña pero imponente. El olor del hábito (talco, naftalina) se queda como estela en el aire. 
 
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y esquiva,
érase un peje espada muy barbado.

* * *

¿Cuál es el primer recuerdo que tengo de Tomasita? Estoy segura de que es alguna imagen borrosa de ella junto con Adita dictándonos esas palabras tipo “ascensor”, “piscina”, que formaban parte de las pruebas de Pedagogía de primaria. Aunque estoy convencida de que estos son mis recuerdos más antiguos, el que se me antoja primero es el de un día de clase en séptimo grado “B” (año 1992). Algún profesor estaba enfermo y ella le hacía la suplencia. Nos leyó “Oda a la cebolla”.
 
Cebolla
luminosa redoma,
pétalo a pétalo
se formó tu hermosura,
escamas de cristal te acrecentaron
y en el secreto de la tierra oscura
se redondeó tu vientre de rocío.

* * *

No le gusta la tarima del salón. La distancia –física, catedrática– no va con su estilo. Usa poco el pizarrón. Su instrumento es la voz y la imaginación. Se desliza entre los pupitres, rozando con el hábito y con sus palabras a cada alumna.
 
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis 

Yo nunca le veo la cara. Paso la clase entera escuchando sus manos, regordetas y pequeñas, pero con dedos finísimos. Las manos proclaman, estallan, son abanicos, son montañas, pueblos y naciones.
 
¡Fuenteovejuna, todos a una!
La vida es sueño y los sueños, sueños son.
La llanura es bella y terrible a la vez…

* * *

A diferencia de Ceci, yo sí le veo la cara. Mis ojos desbordan emoción, asombro, ingenuidad ante lo desconocido, ansiedad por un mundo todavía ajeno. Ella se topa con mi mirada y me responde. No miento si digo que desde entonces esos ojos negros se hicieron cómplices de los míos. Ese día comenzó una conversación silenciosa que se mantuvo a lo largo de los años.

* * *

En la vida de un lector hay textos y personajes que marcan para siempre. Curiosamente, no todos los personajes están dentro de los textos. Muchos años después me encontré a mí misma en ese mismo salón de baldosas verdes recitando, con cierto temblor en la voz, esas palabras que determinaron el curso de mi vida académica. Yo sí usaba la tarima. No tenía (aún no tengo) esa presencia de los verdaderos maestros. La confianza en mis palabras no me daba para bajar el escalón y seguir estando elevada del resto.

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como una niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco, entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y a la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del Champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Estando en la otra orilla, como alumna, la mañana en que Rubén Darío se hizo con la garganta de Tomasita y declamó el primer párrafo de “La ninfa”, supe inequívocamente que iba a estudiar Letras.

Hace poco más de un mes se lo hice saber. Parca en la expresión, pero apenas pudiendo contener una sonrisa, sólo me contesto: “Ah, pues si no me lo dices ni me entero”. Lo que no tuve el estómago de confesarle es que no estudié Letras sólo por las palabras, las historias, las novelas. Estudié Letras para poder hacer lo que ella hacía. Bajo riesgo de tornar esta crónica de la memoria en un artículo new age, voy a escribir la palabra temida: inspirar. 

* * *

Sabía que quería estudiar Letras. Las clases de Castellano en bachillerato eran momentos de placer. Cada libro era un reto, una aventura. Personajes, historias, palabras, argumentos. Ansiaba llegar a cuarto año. Me faltaba mucho por leer (me falta mucho por leer).

Mientras escribo, pasan por mi cabeza miles de escenas de mi cuarto y quinto año. Tomasita entre los pupitres leyendo algún fragmento. Tomasita entre los pupitres repartiendo hojas multigrafiadas (visualizo perfectamente la copia que nos dio de La primera taza de café en el valle de Caracas, de Arístides Rojas). Tomasita entre los pupitres mientras escucha nuestras voces que reproducen alguna obra de teatro (El sí de las niñas, de Moratín). Tomasita entre los pupitres explicándonos la primera redacción que tenemos que escribir (tema: el paraguas).

* * *

Algunos años después, recuerdo que estaba cenando en McDonald’s con un amigo después de salir de clases. Sonó el celular, pero no reconocí el número. ¿Cecilia? ¿Cómo te va? Es Tomasita. Me contó que la transferían, que no estaba feliz con el cambio, que dejar de dar clases era un gran sacrificio, pero con su estoicismo habitual le dio un manotón al guayabo y me pidió que tomara sus clases de cuarto año. Creo que las rodillas no dejaron de temblarme por varios meses. Pararse frente a un salón de adolescentes no requiere más que un poco de valentía, pero pararse a dar clases, a influir de algún modo en la formación del grupo, a exponer las vulnerabilidades de ambas partes, eso ya es otra historia. Hay que ser una especie de adrenaline junkie, de kamikaze o de lunático. Para colmo, me tocaba llenar unos zapatos que me quedaban enormes. Pero no pude decir que no…

Más allá de las dificultades habituales de enseñar en bachillerato, algo que no me esperaba era la resistencia al placer. Al placer de las palabras, claro está. Al arrebato que se puede llegar a sentir al leer una historia, un poema. Me di portazo tras portazo con mis alumnas. Dar clases se convertía, por momentos, en una negociación, en una campaña publicitaria, en un acto de malabarismo. Pero también hubo momentos de epifanía: preguntas inteligentes y desarmantes, cuentos hermosos, palabras de agradecimiento, camaradería. No sé si ese año llegué a “inspirar”, pero definitivamente salí inspirada. Una vez más, mi maestra me había dado una lección de vida.

* * *

Hoy en día la muerte se anuncia por Facebook y Blackberry. Hoy me enteré de que mi mentora había muerto. Hace poco más de un mes, conversando casi a gritos e interrumpidas por un chaparrón de esos que sólo caen en el trópico, nos despedimos de ella con la secreta convicción de que se iba a recuperar. Nos dijo que estaba dejando todo en orden. Sus cosas en la dirección del colegio, su cuarto atestado de libros. Su corazón ya estaba en orden. Salí de ese lugar que es tan mío, el colegio, con un nudo en la garganta. Las despedidas son despiadadas.

* * *

Han pasado más de diez años. Estoy de visita en Caracas. Sé de la enfermedad de Tomasita. Ceci me avisa que está en el colegio. No puedo dejarlo pasar. Y allí estamos, conversando casi a gritos e interrumpidas por un chaparrón de esos que sólo caen en el trópico. Ella está igual, un poco hinchada, pero con la misma mirada de siempre. Nos escucha, la escuchamos. No sé si ella sintió lo mismo que yo, tampoco sé si Ceci sintió lo mismo que yo. Tres cómplices de las letras. Tres personajes de una misma historia. Distintos argumentos. Una misma pasión.

* * *

En un balance final, supongo que muchas de las que estudiaron conmigo también fueron tapias, más que alumnas. Sin embargo, estoy segura de que todas recuerdan con cariño a esa anti-monja que nos mandaba a escribir cuentos, que refunfuñaba cuando perdíamos horas de clase en misa, que recitaba a Sor Juana Inés de la Cruz con los ojos entrecerrados, que se convertía en verdugo cuando había mala ortografía.

Hay gente a quien se le hace fácil y natural enseñar; otros tienen que sudarlo. Me incluyo en este último gremio; sin embargo, rememorando el vértigo que sentí en el estómago aquella mañana en que la escuché recitar a Rubén Darío, sigo irremediablemente atada a ese compromiso que es la docencia y a ese placer que es la palabra escrita, con la esperanza de que alguna vez le llegue a alguien del modo en que Tomasita me llegó a mí.

* * *

Nunca fui una alumna de veintes, pero creo que ella veía en mis ojos la necesidad de su reconocimiento. Y sin duda lo tuve. Muy a su manera, con su apoyo al grupo de teatro Terminus, con sus miradas cómplices esperando la respuesta acertada en alguna intervención en clases, con su saludo cariñoso, con sus consejos, con sus recomendaciones, con sus confesiones, Tomasita me hizo saber que estaba orgullosa.

Tomasita está sentada en la mesa de los profesores, mientras el salón entero completa uno de sus exigentes exámenes. Escribo, escribo, escribo. Las palabras saltan a la página en blanco. Debo responder todas las preguntas, tengo que saciar mi necesidad de demostrar todo lo que la literatura me da. Ella lo sabe, está ahí, sigue ahí.

* * *

Está lloviendo en Dublín. Es un día triste. De pronto he recordado un poema que siempre recita mi abuelo. Se me ocurre que Tagore lo escribió para Tomasita:

El último viaje 

Sé que en la tarde de un día cualquiera
el sol me dirá su último adiós,
con su mano ya violeta,
desde el recodo de occidente.

Como siempre habré musitado una canción,
habré mirado a una muchacha,
habré visto el cielo con nubes
a través del árbol que se asoma a mi ventana.

Los pastores tocarán sus flautas
a la sombra de las higueras,
los corderos triscarán en la verde ladera
que cae suavemente hacía el río;
el humo subirá sobre la casa de mi vecino...

Y no sabré que es por última vez...

Pero te ruego, Señor: ¿podría saber antes de abandonarla,
por qué esta tierra me tuvo entre sus brazos?
Y, ¿qué me quiso decir la noche con sus estrellas?
Y mi corazón, ¿qué me quiso decir mi corazón?

Antes de partir, quiero demorarme un momento, con el pie en el estribo,
para acabar la melodía que vine a cantar.
¡Quiero que la lámpara esté encendida para ver tu rostro, Señor!
Y quiero un ramo de flores para llevártelo, Señor,
sencillamente.

* * *

Hoy en Madrid ha sido un día caluroso. El sol reina sobre un cielo azul sin nubes. Me entero por un mensaje de Ceci que Tomasita descansa en paz. No puedo dejar de pensar en ella. No puedo evitar que en mi mente se reproduzcan, como escenas de una película, líneas enteras de los libros que leímos con ella. No puedo dejar de pensar en lo afortunada que he sido. Doy las gracias.

Está anocheciendo. Mi habitación me recuerda la descripción que Tomasita nos hizo de la suya. Una cama y libros, libros, libros. No sé si algún día llegue a marcar la vida de alguien como ella marcó la nuestra. Me conformo con saber que tuve el placer de conocerla, de ser parte de su historia, de ser un personaje más. Me conformo con cumplir día a día con mi trabajo de editora de textos. Sé que de esta manera estaré homenajeándola todos los días, porque cada vez que me enfrento a un texto, cada vez que corrijo, Tomasita está ahí, a mi lado. La de hoy es una escena triste pero la obra, como siempre, debe continuar.


Beatriz Castro y C. Egan
Madrid / Dublín, julio de 2010
Artículo original en ReLectura.
Fotos robadas del grupo de exalumnas de FB.

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