Tuesday, August 17, 2010

MAÑAS FAMILIARES


Abuelo, ¿puedo leer ese? 
No, hija, usted todavía está muy pequeña.


La biblioteca del abuelo está en el sótano de la casa. Toda la parte de abajo es un bloque amarillo que va de punta a punta (su colección de National Geographics). Cuando tenía 11 años, haciendo acrobacias para llegar a los estantes más altos, una carátula me llamó la atención. Tenía una pintura dramática. Un tipo absolutamente abatido, abrazado a un viejo miserable.

A pesar de la negativa, la novela apareció al alcance de la mano sobre su baúl un par de horas más tarde. No sé si lo hizo a propósito, pero ese libro “al descuido” era una invitación a transgredir. Era El conde de Montecristo. Dos tomos. Recuerdo que era una edición Oveja Negra barata (había páginas repetidas, otras pegadas), pero también recuerdo que pasé días encerrada en el sótano leyendo sin parar, casi sin respirar. El abuelo parecía indiferente ante el hecho de que el libro ya no estuviera sobre el baúl, y como la transgresión no es tal si la figura de autoridad no la descubre (y reconoce), me le planté en frente y se lo devolví en la mano. "Ya me lo terminé". "¿Y qué le pareció?" "Buenísimo... Sí lo entendí todo". El abuelo sonrió y siguió leyendo.   

*   *   *

Esta vez no quiero hacer ninguna anti-reseña, ni despotricar sobre mi falta de tiempo para la lectura.  En esta ocasión quisiera hablar de mis abuelos.
Me he preguntado una y otra vez si el gusto por la lectura es una predisposición, como la que uno puede tener para desarrollar miopía o mala dentadura. O si es un hábito que se fomenta por imitación y repetición. O una mezcla de las dos cosas. Supongo que debe haber batallones de eruditos estudiando esto, buscando métodos más efectivos para promover la lectura, tratando de convencer a los descreídos de que un libro es mejor que la televisión. A mí este asunto nunca me preocupó porque yo crecí leyendo. Nunca fue una imposición ni nadie tuvo que hacer un esfuerzo consciente para que me gustara. O al menos eso es lo que yo creí hasta que fui mamá. Ahora me la paso pensando cómo hacer para que mis niños lean. Ahora, por primera vez, me detengo a pensar qué tuvo de particular mi niñez como para que la lectura fuera algo natural.
Cuando pienso en literatura, en el concepto como tal, la imagen que me viene a la cabeza es la de mi abuelo sentado en su sillón, con una radio viejísima color verde militar a su lado, escuchando Radio Nacional. Un libro en la mano y otro sobre el baúl. Pero para mí la literatura no entró solamente por los ojos sino, principalmente, por los oídos. 
Cuando era pequeña, lo que más me gustaba de los fines de semana era quedarme a dormir en casa de los abuelos. La abuela, criatura noctámbula, se sentaba en la orilla de mi cama y podía pasar horas haciéndome cariños en la cabeza mientras me contaba historias boconesas, declamando árboles genealógicos completos (los Matera, los Sardi, los Miliani, los Pino, los Bocaranda, los Anselmi, los Iturrieta, los Dubuc, los Briceño, los Ruiz, los Azuaje…) Historias con monjas buenas, tíos escondiéndose de los gomecistas, nonnas italianas, serenatas, cocinas de fogón y cuestas empinadas. 

Es que la memoria es otro miembro de la familia. Yo nunca reparé en esto –tan normal era andar en la casa aprendiendo poemas, retahílas y juegos de palabras. Recuerdo que mi hermano, apenas aprendiendo a hablar, ya se sabía “Las lombricitas”, de Aquiles Nazoa. Pero esto no es extraño. Yo no conozco a abuelo desmemoriado (más allá del Alzheimer y otras vilezas de la vejez). Mi abuela es capaz de recitar algo que aprendió en el colegio hace más de setenta años, como si lo hubiera estudiado ayer (los afluentes del Orinoco, por ejemplo, es uno de sus clásicos). Ellos vienen de una generación oral. Las noticias, si no eran de boca en boca, se escuchaban en la radio. El estudio entraba por memorización y repetición. La poesía era parte de la cotidianidad, como lo era comer o trabajar (me estoy poniendo romántica y estoy lamentando haber usado tanto pizarrón y power point dando clases…)
La avidez de aprender, algo que el abuelo no ha perdido a sus 92 años, se podía satisfacer por los oídos. Hasta hace no mucho, el viejo hacía represas. Pasaba meses (años, en realidad) durmiendo en campamentos, metido en un monte sin más distracciones que sus libros y sus cursos de ruso por cassette. La época del email, Rosetta Stone y televisión por cable estaba a años luz. Todo esto me lleva a pensar en el gusto por la literatura como materialización de la palabra dicha. Hoy en día, por el contrario, ya no se le tiene fe a la palabra. Si no viene acompañada por una imagen, la pobre vale muy poco.  
Y palabras es lo que abunda en esa casa, aunque el abuelo es parco en su crítica literaria. Parco, pero despiadado. Hace poco le presté El hombre solo, de Bernardo Atxaga. Al día siguiente me dijo indignado que no le prestara más libros de ese estilo. Le di, entonces, Soldados de Salamina. Misma historia: no quería leer más sobre la Guerra Civil. "¿Pero te los terminaste?" "Claro", me respondió casi ofendido. El abuelo es difícil de complacer. Borges, "ese muchacho", no le disgusta. Travesuras de la niña mala le entretuvo ("ese peruano es una cosa seria, hija"). El abuelo es un duro; lo suyo son los rusos y los clásicos. Estoy segura de que si él escribiera un libro, sería algo tipo El puente sobre el Drina. Mi abuela, por su parte, haría algo como Memorias de Mamá Blanca.
*   *   *

Ya estoy en mis treintas y mis abuelos siguen vivos. Soy así de afortunada. El abuelo se queja de que ya no le funciona la memoria como antes. Cinco minutos después, recita tres páginas seguidas de El reino de este mundo o del Quijote, o algún poema de Rabindranath Tagore. O detalla algo que le pasó en los años 40 con el mismo fervor como si le hubiera ocurrido diez minutos atrás. Su fórmula mágica para iniciar los relatos –para invocar a las musas, para convocar a su audiencia– no es “érase una vez”, sino “yo conocí a un ingeniero”. Nosotros crecimos con estos cuentos.
García Márquez no inventó nada nuevo. En la adolescencia, hablando con unas amigas turca y albanesa, descubrí que su libro favorito era Cien años de soledad. Les encantaba lo “fantasioso” de la novela. Levanté una ceja y les pregunté a qué se referían. En mi cabeza latinoamericana, cada anécdota de ese libro era completamente factible. Me consta. Algún cuento parecido le escuché a la abuela seguramente. Lo valioso, al menos en mi ingenua capacidad crítica, era cómo García Márquez había logrado entretejer un corpus de historias tan familiares para todos aquellos que hemos tenido la suerte de crecer con nuestros abuelos.

Pensando en retrospectiva, ahora me doy cuenta de que mi trabajo con los niños es evocar, narrar, desarrollar el gusto por la anécdota cotidiana, por el efecto mágico de la palabra (primero oral, luego escrita). No hace falta contar peripecias, historias asombrosas o macabras, mucho menos embutirlas de moraleja. Simplemente acostumbrarlos a escuchar, invitarlos a participar en la historia. Rescatar el valor de la palabra.
No hay fórmula garantizada, claro está. Es curioso que de los cinco hijos de los abuelos, sólo una es lectora asidua. De los cuatro nietos que nos criamos con ellos, tres somos lectores y otro no. Vuelven las dudas: lo innato vs. lo adquirido. No me voy a arriesgar y dejarlo todo en manos de la biología. Voy a hacerle caso al Padre Tejedor y dedicarle unos minutos al día a ejercitar la lengua y la memoria:
En el viaje al aprendizaje
la voluntad es el motor;
el entendimiento, el mentor;
y la memoria, el equipaje.
¡Y sin equipaje no hay viaje!




Dublín, abril 2010.
Artículo original en ReLectura.
Fotos tomadas por Eduardo Cedeño.

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