Monday, April 2, 2007

BOLETÍN INFORMATIVO

Hola a todos:


Hoy tratamos de compensar a los lectores por el abandono de los últimos meses. Hay varias crónicas nuevas (cuatro en total), así que "denle pa'bajo".

Hugo está obsesionado con que los lectores lloren con su crónica, así que POR FAVOR, si les conmovió en lo más mínimo, si remotamente les aguó los ojos, háganselo saber en "Comentarios".
Paradójicamenre, le alegrarán el día.

Saludos y feliz "ley seca" (para los venezolanos),
C.

CD11 - HUGO Y EL LOBO. O de cómo vivir en Dublín no es muy distinto a vivir en Caracas

Los instruidos lectores de estas Crónicas conocerán de sobra la historia de Pedro, aquel pastorcillo mentiroso que sufrió los estragos de su mala maña cuando el lobo apareció en verdad y devoró a sus pobres ovejitas. Esta breve crónica es una invitación a que apoyen mi iniciativa de cambiarle el nombre a la popular fábula infantil. En lugar de “Pedro y el lobo”, propongo “Hugo y el lobo”. He aquí la razón:


Ya sabrán nuestros asiduos visitantes que los anfitriones de este blog somos fieles seguidores de U2, así como fervientes cinéfilos. También recordarán que Hugo es propenso a jugar con mis sentimientos cada vez que se le presenta la ocasión. De este modo, desde que nos mudamos a Dublín, Hugo ha hecho de las suyas cada vez que vamos paseando por la ciudad y nos topamos con algún irlandés cuyo fenotipo es como el de Bono, Edge, Larry o Adam (es decir, casi el 80% de los habitantes de la isla). “¡Ceci, mira a Edge!”. Yo, ilusionada e inocente, volteo con el corazón en la boca esperando ver la cara familiar. Obviamente, patrañas… También me hizo la sucia jugarreta hace unas dos o tres semanas mientras caminábamos por Grafton Boulevard: “Ceci, acabo de ver a Donald Sutherland en esa tienda”. Otra desilusión…

El lector se preguntará por qué he caído, repetidamente, en las triquiñuelas de Hugo. No puedo responder sin un cliché, pero aquí va: el amor es ciego.

Hoy, sin embargo, se cumplió la profecía de “Hugo y el lobo”, como el título de la crónica lo indica. La tarde estaba despejada, sin una nube en el cielo. Diez grados, poca brisa. Decidimos ir a tomar un café a Dun Laoghaire, un puerto al sur de la ciudad.

Al terminar, Diego estaba con ganas de pasear, así que fuimos a caminar al malecón. Tomamos algunas fotos de las olas golpeando las rocas, las casas victorianas al fondo, el atardecer rojísimo, las gaviotas sobrevolando el puerto.

Mucha gente caminaba y patinaba por el muelle. Yo estaba distraída, haciéndole morisquetas a Diego, cuando de pronto Hugo exclamó: “¡¡¡Mira a Colin Farrell!!!”. El lector seguramente empatizará conmigo y comprenderá por qué miré a Hugo con desidia y, más por costumbre que por convicción, volteé con fastidio e incredulidad hacia donde él estaba mirando. A medio metro estaba, efectivamente, Colin Farrell, sentado en las piedras del malecón junto a su novia (¿esposa, concubina, arrejunte?) y un bebé.

Pero claro, nosotros estábamos caminando, y mientras Hugo me señalaba al actor, yo pensaba en todas sus tretas pasadas, en los sinsabores al descubrir que no decía la verdad, en que éste sería otro chiste cruel, etc. Para el momento en que volteé, ya tenía a Farrell a mi derecha y no podía girar completamente para observarlo con comodidad…

Los que estudiaron conmigo recordarán inmediatamente mi color “rojo exposición”. Así fue como me puse nada más de pensar si le pedía una foto. Hugo me azuzó para que lo hiciera. Hubo apuestas, sobornos, chantajes. Pero nada. Mi pena fue más grande que las ganas de ilustrar esta crónica, así que los pobres lectores se tendrán que conformar con estas fotos “de retruque”:




[El tipo de la boina con sweater beige es C.F.]

Para consolarme, reconstruí en mi cabeza aquel chiste malo de “Métete tu gato por el c…”. Me imaginé acercándome al actor, disculpe que lo moleste en este momento de intimidad, pero… Si te das cuenta de que es un momento íntimo, ¿por qué interrumpes entonces? De verdad qué pena, lo siento… Me vengo a este rincón del malecón para que la gente metiche no me fastidie y vienes a pedirme una foto… No seas tú tan paj…

De este modo, Colin Farrell resultó ser un verdadero patán, antipático y grosero. Menos mal que no le pedí la foto y me ahorré la calentera…


* * *

Finalmente, todo este episodio nos llevó a reflexionar sobre nuestras andanzas por el mundo. ¿Qué diferencia hay entre vivir aquí y vivir en Caracas? Llegamos a la conclusión de que no hay ninguna. La vida se desarrolla paralelamente en cada sitio. Si estuviéramos en Caracas, probablemente nos habríamos encontrado a Daniel Sarcos (como de hecho nos ocurrió una vez en Sushi Market). Pero vivir en Irlanda nos hace tropezar con celebridades locales, de modo que en lugar de haber visto al afamado maracucho paseando con la Chiqui por Macuto, ayer vimos a Colin Farrell paseando con su novia por Dun Laoghaire.

Como diría la Primerísima Mirla Castellanos (burdamente imitada por Rubén Blades), “la vida es una tómbola, tom-tom-tómbola…”.


Hasta la próxima,
C.

CD10 - De cómo Diego se convirtió en General

A pesar de su corta experiencia gastronómica, podemos afirmar con certeza que Diego es buena encía. Su primer cereal fue devorado con gusto, toma por igual teta y fórmula, y ya cuenta en su haber la zanahoria, la batata (= patata dulce), parsnip (la traducción de diccionario es pastinaca o chirivía…), cambur (= banana), compota de zanahoria, parsnip y pollo, y compota de cambur y durazno. Hoy, sin embargo, recibí devastada su primera negativa: el brócoli.


Los eventos son muy recientes como para hacer una crónica objetiva. El campo de batalla aún está humeante. Llegará el día, supongo, en que pueda narrar con serenidad lo ocurrido. Pero no hoy, no hoy…

Hubo artillería, bombardeos terrestres y aéreos, minas y combate cuerpo a cuerpo. Arcadas, tos, ojos rojos y algunas lágrimas (en ambos bandos).


Las palabras se me quedan cortas… Sólo me vienen a la cabeza eventos aislados… Waterloo, Carabobo, Normandía, Iwo Jima, Gettysburg…

La lucha fue agotadora. Así quedó Diego unos minutos después:



Los restos vegetales del brócoli yacen, junto con mi orgullo, por toda la explanada. Perdí la batalla, lo reconozco, pero no me doy por vencida. La guerra aún no termina.





Hasta la próxima,
C.


PD: Para ver un rodaje de la batalla, pueden hacer click aquí, pero quedan advertidos... Estas imágenes pueden ser perturbadoras para los más sensibles: http://www.youtube.com/watch?v=B8Whz5Q8QFM

CD9 - De cómo Diego se convirtió en ciudadano. O de la saudade

Más que una crónica, este breve escrito es un canto fúnebre a la burocracia venezolana. Un treno a la posición del hombre ante el Estado bananero.

* * *

A finales de noviembre, nos enrumbamos una nublada y gris mañana al registro civil para hacer constar ante el mundo que Diego había nacido. Nos levantamos casi de madrugada. Armamos un sobre manila con todos los documentos que nos pasaron por la cabeza, junto con sus respectivas fotocopias (pasaportes de ambos padres, cédulas de identidad venezolanas por si acaso, carnets de identidad irlandeses, permiso de trabajo de Hugo, constancia de trabajo de la compañía, acta de matrimonio -original y traducida-, títulos universitarios, fotos tamaño carnet, cuanto papel nos dieron en el hospital, planillas bajadas de Internet, carnet del seguro social, nuestras propias partidas de nacimiento, etc., etc., etc.). Llegamos al registro con esas mariposillas que cualquier venezolano ha experimentado en la barriga antes de hacer un trámite legal. Para los lectores no venezolanos, se trata de una sensación compleja: una mezcla de emoción, temor ante lo desconocido, miedo al rechazo. La adrenalina corre vertiginosamente por el cuerpo. ¿Habré traído todos los requisitos? ¿Me tocará un funcionario patán, imbécil, chanchullero? ¿Cuántas horas de cola haré? ¿Quiénes serán mis compañeros de trámite: la vieja parlanchina, el estudiante taciturno, el motorizado altanero?

Al llegar a la puerta del edificio, Hugo y yo nos tomamos de la mano… Recuerdo haberle comentado que éramos un par de locos al haber llevado a Diego a hacer la diligencia. “Típicos padres ultra emocionados con el primer hijo”. Pensé en todas las enfermedades que podría contraer si estuviéramos en la Diex (ahora Onidex) de El Silencio, y un escalofrío me recorrió la espalda.

Al abrir la puerta, quedamos profundamente confundidos. Un portero nos ayudó con el coche y nos indicó con quién debíamos hablar en la recepción. La señora que atendía recibió los documentos inmediatamente, y dijo que nos llamarían de uno de los cubículos en seguida. Nos mostró las sillas donde podíamos esperar. La sala era bastante cómoda, con muebles nuevos y un par de televisores sintonizados (sin volumen) en las noticias. Había una radio encendida. Poco a poco fueron llegando más parejas con sus cochecitos (no éramos los únicos padres orgullosos que querían exhibir a su bebé, después de todo). Todos echaban un vistazo al bebé de al lado y les sonreían empáticamente a los padres. Ningún bebé lloraba o chillaba. A los pocos minutos, una señora nos llamó y nos acercamos al cubículo. La mujer tecleó unas cuantas palabras y todos nuestros datos aparecieron en la pantalla de la computadora. “¿Están en orden todos datos? ¿Hay algo que deseen modificar?”. Nos hizo estampar nuestras firmas electrónicas en una pantallita y nos preguntó cuántas copias de la partida de nacimiento queríamos (€12 cada una). Tres, por favor. Salimos a pagar en la recepción, donde ya la primera señora estaba esperándonos con las copias en la mano.

Exactamente 25 minutos después de que nos bajamos de carro, estábamos Diego, Hugo y yo saliendo del registro, mientras la radio emitía la voz de Bono cantando “It’s a beautiful day”.



Mientras regresábamos al carro, una furtiva lágrima nos corrió por la mejilla, confundida con la garúa dublinesa. Una lágrima por esa nostalgia extraña por lo que no se tiene. Así fue como descubrimos, por contraste, que hacer trámites legales en Venezuela tiene el encanto de la saudade.

El primer mundo es aburrido.


Hasta la próxima aventura,
C.

Wednesday, March 28, 2007

CD8 - DEL EVENTO


Comienzo esta crónica bajo la sombra de lo escrito previamente por Ceci, y sobre todo por su acogida. Sirva como aclaratoria que no soy capaz ni pretendo competir con su soltura lingüística, estilo honesto e impecable redacción, mucho menos con su sensibilidad e impacto, especialmente porque no fui yo el que parió al carricito. No prometo dos crónicas, pues a duras penas creo poder terminar una. Por último, mi único objetivo es tratar de complementar lo ya presentado por ella, nunca desmintiéndola, siendo lo más sincero que se puede ser, y por supuesto pidiéndole que revise y certifique previamente lo aquí presentado.*


Desde el comienzo nos dimos cuenta de que Ceci iba a tener un embarazo de librito, o más bien, de libritos y páginas web. Una vez supimos que esperábamos a Diego, no bien le habíamos puesto el nombre, ya habíamos comprado una vasta biblioteca dedicada al tema. A los textos les sumamos un par de páginas web que nos aseguraban las últimas opiniones de los llamados expertos (por lo general médicos, midwives y madres) evitando el eterno problema de los libros: la desactualización. Por último, cuando encontrábamos que una situación no estaba referida en al menos tres de nuestras fuentes, procedíamos obviamente a “googlearla”. Cada tema y situación imaginable eran cubiertos por la amplia literatura que tuvimos la “suerte” de conseguir: contracciones, mareos, cesáreas, patadas, antojos, los primeros 83 meses del recién llegado, lunares, comidas a evitar o buscar, qué hacer con los consejos no solicitados o qué no hacer si no nos dan consejos…

La avalancha de conocimiento fue tal que cada una de las sensaciones o síntomas que sufrió Ceci durante sus casi diez meses de embarazo (porque al menos yo aprendí que eso de nueve meses es un mito perpetuado por la ignorancia del lumpen) estaba perfectamente descrito. Todo parecía ir viento en popa hasta que empezamos a notar ciertas inconsistencias en las opiniones de los especialistas. Por ejemplo, todos parecían coincidir en que la niña al nacer (porque en los libros en inglés se refieren indistintamente a la criatura como she) iba a tener la necesidad de dormir durante más de la mitad del día. El problema estaba justo en la recomendación de qué hacer en cada situación (el sueño, en este caso). Si teníamos dos libros, en ellos habría tres sugerencias contradictorias. No exagero. El recomendadísimo “Qué esperar cuando se está esperando” invita a acostar al neonato boca abajo. Cuarenta páginas más adelante sugiere dejarlo boca arriba. Teniendo Ceci y yo una mentalidad científica decidimos desde el primer día ponerlo de lado.

De esa forma avanzó el embarazo, sin poder confiar en la cantidad industrial de pasquines que tuvimos a mal comprar. Cuando quisimos saber qué era bueno para las náuseas (que de nuevo el lumpen se empeña en llamar matutinas, a pesar de que tienen lugar durante todo el día y la noche) aprendimos que la única solución es no quedar embarazada, pues todos los remedios prescritos por nuestros expertos eran contradichos por algún otro. Por suerte, más pudo Diego en su deseo de nacer por donde era y a la hora en que le tocaba que las nefastas estadísticas médicas, pues si es por lo que habíamos leído, no hay forma de que un embarazo transcurra sin poner en riesgo al pequeño de una u otra forma.
Durante “la dulce espera” Ceci aguantó con estoicismo vómitos diarios (primer trimestre), contracciones cortesía de las brutísimas niñas a las que les estaba dando clases (segundo trimestre) y dolor en su fracturado cóccix (tercer trimestre). Por lo general, tratábamos de minimizar sus únicas quejas cuando nos entreteníamos leyendo sobre las extrañísimas enfermedades y síndromes que podría sufrir Diego (único provecho que le sacamos a los libros).

Así, luego de meses de contracciones in crescendo, Ceci se levantó un buen día, como a una semana de la fecha probable de parto, señalando que las contracciones eran diferentes a las ocasionadas por sus alumnas y que ya no se sentía tan bien como antes. Ante su duda sobre si eran o no las definitivas, y en un perfecto ejemplo de arrogancia masculina, decidí que la visita del pequeño era cuestión de horas, y puse en marcha el plan de contingencia.

La primera medida obviamente consistió en quedarme en la casa monitoreando el progreso del, según mi vasta experiencia, ya inminente parto. Luego, en obvio apresuramiento y en mi fe ciega ante la palabra de mi esposa, procedí a enviar aquel fatídico email del que ella todavía se mofa. Olvidada quedó mi emoción (y preocupación, para qué negarlo) por la venida del primogénito. Sólo quedaría registrado en los anales de la historia mi alarmismo e impulsividad ante el envío inconsulto de aquella misiva. Por suerte, en un ejercicio inconsciente de precaución, sólo copié a unas seis personas y Ceci no hubo de humillarme (“porque H siempre sale de atorado”) ante toda nuestra lista de correos.
Ese mismo día llegó la futura abuela, Carmen Cecilia, a Dublín. En este punto de la historia, uno pensaría que este nuevo personaje, gracias a su experiencia al haber tenido dos hijos, poseería un conocimiento invaluable de cómo era todo aquello de los trabajos de parto. Sin embargo, la abuela se quedaba muda ante la sabiduría médica de su hija y yerno, que ante cualquier señal o síntoma procedían a comparar diagnósticos en cuatro libros y tres páginas web. Probablemente para no mostrar una opinión diametralmente opuesta a las ocho que ya teníamos prefería sonreír y mantenerse en silencio.

En vista de la confusión decidimos apelar una nueva fuente: ER. El enlatado americano nos ha ayudado a diagnosticar innumerables enfermedades a lo largo de trece temporadas, por lo que decidimos confiar en lo aprendido para determinar la fecha del parto. Según la teleserie, los síntomas inequívocos son: litros y litros de agua en la cama al romper fuentes (para ello Ceci dormía con un tobo azul en lugar de almohada), unas ganas horrorosas como de ir al baño (imagínense el peor de los corrientazos cada cinco minutos) y, en mi caso particular, la llamada al trabajo indicándome que todo salió bien y que podía pasar a visitar al carricito.

La noche del miércoles (dos días antes del nacimiento), Ceci y Carmen Cecilia, en un reto al destino, decidieron quedarse hablando hasta las 4:30 am. Al día siguiente, CC le indicaría a su hija que tenía “cara de parida” (obviamente más por culpa del trasnocho que por la venida de Diego, pero ante el riesgo de que me fueran a convertir en sapo preferí morir callado).

Ya el jueves, luego de que nos retiráramos a nuestros aposentos, C se quejaba de contracciones cada vez más frecuentes y su cara ya reflejaba un dolor sincero y nada envidiable. Aunque no recuerdo muy bien a qué hora finalmente nos fuimos a dormir, sí me acuerdo de pensar que del día de mañana no pasaba. Siendo sincero, a los 35 segundos ya estaba dormido.

Ni sé qué soñé aquella noche, sólo recuerdo que Ceci me levantó a eso de las 4 am, muy tranquila, diciéndome que había llegado el momento. Con el pelo mojado y gestos relajados me pidió que me vistiera pues ya Diego venía en camino. A eso de las 2 am las contracciones se habían vuelto mucho más frecuentes y apenas pudo dormir desde ese momento. Yo, más dormido que despierto, no sabía si creerle y vestirme corriendo o seguir durmiendo hasta que se hiciera de día. Total, uno oye decenas de cuentos de treinta horas de trabajo de parto pero nunca nadie echa algún cuento de un alumbramiento en el carro. Sin embargo, al ver que su tono no era en broma y que ya estaba con el bolso listo para salir al hospital, terminé de convencerme. Después de lograr pararme, Ceci fue e hizo lo propio con su mamá. Cuando volvió me encontró vistiéndome, tal como tan apropiadamente lo describe en su crónica, de Dockers y camisa manga larga.

En este momento, me veo en la obligación de aclarar mis razones para elegir tal atuendo. El miedo de llegar a Holles Street vestido como el popular nacker irlandés (lo que en USA sería una mezcla de white trash con wigger) es más fuerte que la voluntad de llegar rápido. Aunque el atuendo del nacker y su rol en la sociedad irlandesa son motivo de otra crónica, espero se entienda que mi pinta no fue producto de la emoción del momento, sino más bien una bien racionalizada decisión para evitar ser confundido con el estereotípico personaje oriundo de los suburbios dublineses. Dicho esto, una vez que Ceci entró en el cuarto y comentó lo inapropiado de mi ropa ante el esfuerzo físico que íbamos a enfrentar, procedí a salvar las diferencias con unos bluyíns (nada más peligroso que discutir con una mujer en trabajo de parto). Sin embargo, conservé la camisa. Creo que en medio de mi despiste hasta me cambié los pantalones con la suegra ya metida en el cuarto, que en tiempo record ya estaba emperifollada y lista para partir. O al menos eso creía Ceci.

Hoy debo confesar que días antes, en un pacto secreto con Carmen Cecilia, decidimos no salir al hospital y mucho menos escribir otro correo hasta no ver la cabeza del muchacho asomándose. Ello para irnos por lo seguro y evitar más burlas a su pobre yerno. Por suerte no hubo necesidad de llegar a tal extremo, pues Ceci se nos adelantó y envió el correo avisando que ya nos íbamos. A las 5 am ese email marcó nuestra salida.

El recorrido a la maternidad no fue muy acontecido. Dublín estaba bastante oscura y calmada, tal vez porque no llegamos a meternos por el centro, donde la horda de borrachos no nos habría dejado llegar a tiempo. En un clásico estilo irlandés, habríamos dado a luz en la acera al lado de un pub, celebrado por la muchedumbre que animaría a la parturienta entre una y otra Guinness.

Llegamos al hospital en unas tres contracciones. Para ese momento, Ceci ya no podía ni hablar la mitad del tiempo. Se repetían cada cinco minutos y le duraban alrededor de dos. Todo bajo control, pues. Mi único pensamiento se concentraba en qué pasaría si no dejaban pasar a Carmen Cecilia. Si se devolvía manejando era capaz de extinguir a todos los cisnes del Grand Canal y los taxis a esa hora no tienen por costumbre pararse ante el temor de que un borracho les desgracie el carro.

Después de estacionarnos, procedí a llenar el parquímetro con el máximo posible de tiempo. Me permitió comprar cuatro horas, es decir, hasta las 10 am, así que eché media bolsa de monedas (que para tal fin juntamos durante semanas) y volví al carro. Alistamos los peroles que llevábamos: el bolso con la ropa de Ceci y Diego, algunas cosas para matar el hambre y un par de libros para matar el tiempo durante la espera. Ceci estaba lista para caminar, y aunque una cuadra no parecía mucho, le sugerí que esperáramos a que pasara la próxima contracción para tratar de que no le diera otra a medio camino.

Por lo general yo siempre camino apuradísimo y dejo a Ceci atrás, y ese día no iba a ser distinto. No sé muy bien por qué lo hago. Es tal vez una mezcla de la ansiedad Barriola con la paranoia caraqueña a ser asaltado. Cuando cruzamos la calle y estábamos a unos quince metros de la entrada vino otra contracción. Cargando con las cosas, recuerdo haber volteado y a ver a Ceci, apoyada en la reja negra de Holles Street, doblada del dolor, con CC a su lado.

Entramos por la puerta principal, no por emergencias. Tal sería (pensábamos) nuestro control de la situación. Ahora que estamos de confesiones, admito que no tenía ningún apuro en llegar y eso se tradujo en mi tranquilidad durante todo el preludio al parto. Nada más patético que dos primerizos (en este caso tres) llegando con un escándalo a admisiones sólo para ser devueltos porque no ha comenzado el trabajo de parto. Peor aún, si ya el dolor era inaguantable, ¿qué podría determinar que volviéramos a recoger las cosas y salir de nuevo al hospital? ¿Será que volvemos cuando se desmaye del dolor? Me imaginaba “negociando” con Ceci nuestra salida por miedo a que nos devolvieran de nuevo.

Una vez adentro, la primera noticia que nos dio el encargado de guardia fue que Carmen no podía entrar. Tras una breve despedida, la dejamos en la sala de espera con cara de susto. “Porsia las moscas” se quedó con el celular de Ceci. Cuando ya Ceci fue admitida, bajé de nuevo y llamamos un taxi para que se fuera a dormir a la casa, aunque no creo que haya podido por la emoción de tener su primer nieto Losada.

La entrevista con la mujer de admisiones es tal como la describe Ceci. Entre el dolor y el nada fácil acento de nuestra anfitriona ella no entendía y era yo el que daba las respuestas. ¿Tienen seguro? ¿Traen alguna planilla completada? ¿Dónde está la ropa del bebé? Mientras chequeaba el reloj y le veía la cara a C, mi miedo a que nos devolvieran se iba desvaneciendo. “Adelante, yo misma los llevo a la sala de partos”.

Minutos después ya Ceci estaba lista para el examen físico. No hubo tiempo de ponerse la pijama que compramos para el parto, la bata ni las pantuflas. Recibió a Diego con sus inmortales medias de pollito.

Luego de la primera revisión, nos indicaron que a pesar del sufrimiento, Ceci no había dilatado nada. Nalgas. Nill, Cero. Un coño, pues. Ya nos preparábamos para una buena discusión cuando la enfermera nos aclaró que igual no había necesidad de que nos devolviéramos a la casa, pues las contracciones eran fuertes y constantes. Sólo tendríamos que esperar a que dilatara un centímetro para romperle fuentes y aplicar la epidural.

En poco tiempo ya estaban llamando a la anestesióloga. Cuando dijeron que llegaría en quince minutos supimos que más bien serían cuarenta y cinco. Por supuesto, no nos equivocamos. La tendencia mundial de los médicos de hacer esperar a sus pacientes no encuentra su excepción en Irlanda. Para el momento en que el desmayo era inminente, apareció la doctora, aguja en mano, dispuesta a realizar el milagro. De ahí en adelante todo fue en bajada. Cuando terminó el procedimiento de la epi ya tenía unos cinco centímetros de dilatación. Los siguientes cinco no duraron mucho más, y ante la falta de dolor Ceci pudo hasta dormir un poco.

Cuando llegó a los esperados diez centímetros, C comenzó a pujar. Al tercer envión, ya las enfermeras veían a Diego y me preguntaban si quería verlo yo también. No tenía mucho apuro en asomarme porque nada más deprimente que un orgulloso padre tirado en el piso como un plátano y el doctor echándole aire a ver si lo puede levantar. Unos veinte minutos después las enfermeras ya estaban seguras de que el cabezón venía con peluca y todo. En vista de que Ceci, nuestros hermanos y yo fuimos calvos como hasta el primer cumpleaños, me animé a verlo para confirmar la primicia.
Ahí estaba Diego, más acá que de allá. Ahora sí que no nos devuelve nadie a la casa, pensé. Ante el riesgo de que Ceci me pegara un grito que bombeara al renacuajo contra la pared, decidí no tomar fotos desde esa perspectiva. Sin embargo, preparé la cámara porque Diego saldría en menos de media hora.

En ese momento el Profesor O’Herlihy sacó una tijera que parecía más de jardinero que de médico. Sabiendo lo que venía me aparté y le dediqué unos segundos más a preparar la cámara, no sin antes decirle que justo venía la parte que mi papá me recomendó no presenciar. Entre risas, me preguntó si me iba a desmayar, pero yo ya estaba más allá del bien y del mal, es decir, decidiendo si usar flash o no.

Empujón tras empujón, en poco tiempo Diego ya tenía la cabeza afuera. A pesar de la impresión de verlo cubierto en algo parecido al ectoplasma de los Ghostbusters, me armé de valor y tomé algunas fotos que mis amigos siempre me agradecerán, dado su alto valor educativo. Treinta segundos después ya Diego estaba completamente afuera. Ahí supe que no habría forma de que pudiese describir ese momento, sus primeros instantes afuera, desorientado y pataleando. Por eso le di tantas largas a escribir esta crónica y por eso no creo poder entrar en demasiados detalles.

Mientras medio parapeteaban a Diego, el Doctor me pidió que le hablara fuerte para tratar de que llorara. Al darse cuenta de que las palabras no me salían, Diego se me adelantó y comenzó a chillar, tal vez para que no se nos ocurriera darle una nalgada. Se lo pusieron encima a Ceci, que para entonces ya había olvidado todos los dolores, náuseas y malestares de los últimos meses y me dejaron cortarle el cordón umbilical.

Nos lo quitaron por un par de minutos para limpiarlo y me lo dieron envuelto y llorando. Cuando se calmó fue como si le quitaran el volumen al resto de la habitación. A lo mejor las enfermeras me hablaban, pero yo sólo oía cómo respiraba. Ya para ese momento estaba buscando qué chupar y lo único que encontró fue el borde de la toalla en que lo envolvieron. Ahí supimos que no iba a tener problemas para comer. Mientras le contábamos los dedos y tratábamos de que abriera los ojos, llamamos a los abuelos para darles la noticia.

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Han pasado casi seis meses desde que nació Diego y por supuesto todo para nosotros cambió radicalmente. Cosas que antes nos parecían indispensables ahora nos parecen triviales y viceversa. Prácticamente cada cosa que hacemos lo impacta inmediatamente o tiene el potencial de hacerlo en el largo plazo. Pensando en eso decidimos venirnos a Dublín y aunque haya sido un poco duro para todos, esperamos voltear dentro de veinte años y pensar que no nos equivocamos.

Besos a todos,
H

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* Aunque tal introducción suene convincente y digna del padre de una criatura como Diego, lo que verdaderamente me mueve a escribir no se acerca a tan noble propósito. La realidad es que espero acallar las voces que acusan a Diego de huérfano y tal vez, muy en el fondo, me muero de ganas de ponerlos a llorar, tal como confesó alguno que otro abuelo, tío o amigo que ha leído demasiado Paulo Coelho.

Tuesday, March 27, 2007

BOLETÍN INFORMATIVO

Fieles lectores:

No quiero sonar como una chismosa o niña acuseta, pero les informo que hay TRES crónicas nuevas (escritas por mí) en standby, porque Hugo no termina de publicar las que prometió. Para no arruinar el orden cronológico de los eventos relatados, me veo maniatada... Mis pobres crónicas seguirán en versión draft mientras H se digne terminar las suyas. Un poco de presión psicológica ayudaría (si saben a lo que me refiero...).

Manténganse en sintonía,
C.

Wednesday, March 14, 2007

BOLETÍN INFORMATIVO + RAREZAS DEL PRIMER MUNDO, parte II

Hace unos días le decía a Hugo que ya no soporto la presión de la fanaticada para publicar más rápido, que tiene que escribir él también, como en los viejos tiempos. Me respondió que le había subido demasiado el estándar a las crónicas y que ahora le daba vergüenza. Lo mismo me dijo el tío Pepe, que había prometido unas sobre su visita navideña. Estoy a punto de declararme en huelga, así que –por el bien y la continuidad de este blog- les pido encarecidamente que les regalen unas palabras de apoyo a los otros escritores… Pueden dejarlas abajo en “Comentarios”. Por ahora, aquí les copio algunas anotaciones que hemos ido haciendo sobre nuestra vida en Europa:

- Cada vez que salimos con Diego al centro comercial o a pasear por la ciudad, las multitudes se asoman a verlo en su cochecito. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos hacen algún comentario sobre el bebé peludito. Aparentemente nuestras primeras impresiones de que todos los niños irlandeses eran calvitos, rubios o pelirrojos son acertadas.

- Si Bono fuera venezolano, mandaría a sus chamos al colegio con cinco gorilas en una Explorer negra con vidrios aún más negros. La hija de Bono usa el DART, el tren dublinés. Lo sabemos porque Lucas, nuestro amigo y vecino, le da clases, y hace un par de días se montó con ella y sus compañeros. En resumidas cuentas, para que se mueran de envidia, estamos a dos personas de distancia de U2.

- A pesar del invierno, la gente sigue comiendo helado como si nada en los centros comerciales. ¡Grandes los irlandeses!

- En Halloween se hacen hogueras en la mitad de la calle y se tiran fuegos artificiales.

- Irlanda es el primer o segundo país donde más se gasta dinero per capita en Navidad… Imagínense el gentío comprando regalos en diciembre…

- Hace días estábamos comprando verduras en uno de nuestros famosos Farmers Market, y descubrimos la verdad tras las coles de Bruselas:

¿¿¿Ustedes sabían que nacían en palitos???

- Algo que no deja de sorprendernos es el rol de la caridad en la vida irlandesa. Desde que el país está económicamente acomodado, los irlandeses sienten que deben darle algo al tercer mundo. Por eso, la tele vespertina está llena de propagandas de ONGs que apelan a la piedad de la gente. Piden para los niños del tercer mundo, operaciones de la vista, mejorar las condiciones de aldeas que no tienen agua potable, víctimas de desastres naturales, y un largo etcétera. Sin embargo, la organización más curiosa es una que recoge dinero para cuidar burros en Afganistán (o en alguno de estos países de la ex Unión Soviética). Las imágenes muestran a un animalito caminando lentamente en un pedregullero, cargado de ladrillos hasta los tequeteques, mientras un niño con turbante lo arría a palazos. La música de fondo es bien melo, como para conmover a los más duros. Y otra organización que vale la pena mencionar es una que recoge perros callejeros. No es que su objetivo sea poco loable; lo insólito es que la propaganda está narrada en primera persona por un perro abandonado por sus dueños…

- Y para cerrar esta pequeña lista, tenemos que informarles que finalmente entendimos por qué la gente se sorprendía tanto con Diego cuando lo sacábamos. No era su abundante pelo oscuro (hoy en día escaso y desteñido). Tampoco sus ojos de parapara. Lo que tanto les llama la atención a los irlandeses es la cabeza de Diego. Obviamente, cegados por el amor paternal, ni Hugo ni yo habíamos notado nada inusual en nuestro hermoso y rozagante bebé, hasta que hace un par de semanas lo llevé al Health Centre a su chequeo de rutina. La enfermera me preguntó, mientras lo revisaba, si el padre del niño era irlandés. Cuando le dije que no, murmuró: “Ah, debe ser por eso…”. ¿Pasa algo, tiene algo malo?, pregunté rápidamente. “No, no, no te preocupes. Es simplemente que la forma de su cabeza es bastante particular”. Salí indignada del consultorio. ¡Cómo se atrevía la vieja esa! Cuando le conté el incidente a Hugo, sólo obtuve una carcajada de respuesta. Y antes de que yo explotara de nuevo, sólo añadió: “Lo que se hereda no se hurta”.





[Pepe, Diego, David]


Besos a todos,
C.