La biblioteca del abuelo está en el sótano de la casa. Toda la parte de abajo es un bloque amarillo que va de punta a punta (su colección de National Geographics). Cuando tenía 11 años, haciendo acrobacias para llegar a los estantes más altos, una carátula me llamó la atención. Tenía una pintura dramática. Un tipo absolutamente abatido, abrazado a un viejo miserable.
A pesar de la negativa, la novela apareció al alcance de la mano sobre su baúl un par de horas más tarde. No sé si lo hizo a propósito, pero ese libro “al descuido” era una invitación a transgredir. Era El conde de Montecristo. Dos tomos. Recuerdo que era una edición Oveja Negra barata (había páginas repetidas, otras pegadas), pero también recuerdo que pasé días encerrada en el sótano leyendo sin parar, casi sin respirar. El abuelo parecía indiferente ante el hecho de que el libro ya no estuviera sobre el baúl, y como la transgresión no es tal si la figura de autoridad no la descubre (y reconoce), me le planté en frente y se lo devolví en la mano. "Ya me lo terminé". "¿Y qué le pareció?" "Buenísimo... Sí lo entendí todo". El abuelo sonrió y siguió leyendo.
* * *
Esta vez no quiero hacer ninguna anti-reseña, ni despotricar sobre mi falta de tiempo para la lectura. En esta ocasión quisiera hablar de mis abuelos.
Me he preguntado una y otra vez si el gusto por la lectura es una predisposición, como la que uno puede tener para desarrollar miopía o mala dentadura. O si es un hábito que se fomenta por imitación y repetición. O una mezcla de las dos cosas. Supongo que debe haber batallones de eruditos estudiando esto, buscando métodos más efectivos para promover la lectura, tratando de convencer a los descreídos de que un libro es mejor que la televisión. A mí este asunto nunca me preocupó porque yo crecí leyendo. Nunca fue una imposición ni nadie tuvo que hacer un esfuerzo consciente para que me gustara. O al menos eso es lo que yo creí hasta que fui mamá. Ahora me la paso pensando cómo hacer para que mis niños lean. Ahora, por primera vez, me detengo a pensar qué tuvo de particular mi niñez como para que la lectura fuera algo natural.
Cuando pienso en literatura, en el concepto como tal, la imagen que me viene a la cabeza es la de mi abuelo sentado en su sillón, con una radio viejísima color verde militar a su lado, escuchando Radio Nacional. Un libro en la mano y otro sobre el baúl. Pero para mí la literatura no entró solamente por los ojos sino, principalmente, por los oídos.
Cuando era pequeña, lo que más me gustaba de los fines de semana era quedarme a dormir en casa de los abuelos. La abuela, criatura noctámbula, se sentaba en la orilla de mi cama y podía pasar horas haciéndome cariños en la cabeza mientras me contaba historias boconesas, declamando árboles genealógicos completos (los Matera, los Sardi, los Miliani, los Pino, los Bocaranda, los Anselmi, los Iturrieta, los Dubuc, los Briceño, los Ruiz, los Azuaje…) Historias con monjas buenas, tíos escondiéndose de los gomecistas, nonnas italianas, serenatas, cocinas de fogón y cuestas empinadas.
Es que la memoria es otro miembro de la familia. Yo nunca reparé en esto –tan normal era andar en la casa aprendiendo poemas, retahílas y juegos de palabras. Recuerdo que mi hermano, apenas aprendiendo a hablar, ya se sabía “Las lombricitas”, de Aquiles Nazoa. Pero esto no es extraño. Yo no conozco a abuelo desmemoriado (más allá del Alzheimer y otras vilezas de la vejez). Mi abuela es capaz de recitar algo que aprendió en el colegio hace más de setenta años, como si lo hubiera estudiado ayer (los afluentes del Orinoco, por ejemplo, es uno de sus clásicos). Ellos vienen de una generación oral. Las noticias, si no eran de boca en boca, se escuchaban en la radio. El estudio entraba por memorización y repetición. La poesía era parte de la cotidianidad, como lo era comer o trabajar (me estoy poniendo romántica y estoy lamentando haber usado tanto pizarrón y power point dando clases…)
La avidez de aprender, algo que el abuelo no ha perdido a sus 92 años, se podía satisfacer por los oídos. Hasta hace no mucho, el viejo hacía represas. Pasaba meses (años, en realidad) durmiendo en campamentos, metido en un monte sin más distracciones que sus libros y sus cursos de ruso por cassette. La época del email, Rosetta Stone y televisión por cable estaba a años luz. Todo esto me lleva a pensar en el gusto por la literatura como materialización de la palabra dicha. Hoy en día, por el contrario, ya no se le tiene fe a la palabra. Si no viene acompañada por una imagen, la pobre vale muy poco.
Y palabras es lo que abunda en esa casa, aunque el abuelo es parco en su crítica literaria. Parco, pero despiadado. Hace poco le presté El hombre solo, de Bernardo Atxaga. Al día siguiente me dijo indignado que no le prestara más libros de ese estilo. Le di, entonces, Soldados de Salamina. Misma historia: no quería leer más sobre la Guerra Civil. "¿Pero te los terminaste?" "Claro", me respondió casi ofendido. El abuelo es difícil de complacer. Borges, "ese muchacho", no le disgusta. Travesuras de la niña mala le entretuvo ("ese peruano es una cosa seria, hija"). El abuelo es un duro; lo suyo son los rusos y los clásicos. Estoy segura de que si él escribiera un libro, sería algo tipo El puente sobre el Drina. Mi abuela, por su parte, haría algo como Memorias de Mamá Blanca.
* * *
Ya estoy en mis treintas y mis abuelos siguen vivos. Soy así de afortunada. El abuelo se queja de que ya no le funciona la memoria como antes. Cinco minutos después, recita tres páginas seguidas de El reino de este mundo o del Quijote, o algún poema de Rabindranath Tagore. O detalla algo que le pasó en los años 40 con el mismo fervor como si le hubiera ocurrido diez minutos atrás. Su fórmula mágica para iniciar los relatos –para invocar a las musas, para convocar a su audiencia– no es “érase una vez”, sino “yo conocí a un ingeniero”. Nosotros crecimos con estos cuentos.
García Márquez no inventó nada nuevo. En la adolescencia, hablando con unas amigas turca y albanesa, descubrí que su libro favorito era Cien años de soledad. Les encantaba lo “fantasioso” de la novela. Levanté una ceja y les pregunté a qué se referían. En mi cabeza latinoamericana, cada anécdota de ese libro era completamente factible. Me consta. Algún cuento parecido le escuché a la abuela seguramente. Lo valioso, al menos en mi ingenua capacidad crítica, era cómo García Márquez había logrado entretejer un corpus de historias tan familiares para todos aquellos que hemos tenido la suerte de crecer con nuestros abuelos.
Pensando en retrospectiva, ahora me doy cuenta de que mi trabajo con los niños es evocar, narrar, desarrollar el gusto por la anécdota cotidiana, por el efecto mágico de la palabra (primero oral, luego escrita). No hace falta contar peripecias, historias asombrosas o macabras, mucho menos embutirlas de moraleja. Simplemente acostumbrarlos a escuchar, invitarlos a participar en la historia. Rescatar el valor de la palabra.
No hay fórmula garantizada, claro está. Es curioso que de los cinco hijos de los abuelos, sólo una es lectora asidua. De los cuatro nietos que nos criamos con ellos, tres somos lectores y otro no. Vuelven las dudas: lo innato vs. lo adquirido. No me voy a arriesgar y dejarlo todo en manos de la biología. Voy a hacerle caso al Padre Tejedor y dedicarle unos minutos al día a ejercitar la lengua y la memoria:
En el viaje al aprendizajela voluntad es el motor;el entendimiento, el mentor;y la memoria, el equipaje.¡Y sin equipaje no hay viaje!
Las pasadas Crónicas de la anti-lectura causaron un poco de revuelo porque algunos de los seguidores de ReLectura esperaban una franca y abierta promoción de la actividad literaria. Otros se ofendieron porque le achaqué a la maternidad mi falta de compromiso con las letras. Para tratar de resarcirme con uno y otro grupo, aquí les va otra crónica que trata de combinar la monotonía de la rutina doméstica con el incentivo a la lectura.
Aprovecho para felicitar de corazón a aquellas mujeres que pudieron leer, hacer postgrados, escribir libros, viajar y ganar premios mientras amamantaban y criaban muchachos. Pertenecen, sin duda, a otra casta. Yo, por mi parte, desahogo mis frustraciones literarias en la cocina. Sin darme cuenta, me he transformado en mi abuela. “El niño tiene que alimentarse bien y variado”. La nevera, siguiendo los lineamientos filosóficos de Guaco, siempre debe estar full. De este modo, lo que comenzó como una afición es ahora una obsesión. Las pocas veces que tengo chance de ir a una librería, paso de largo los estantes con las novedades en ficción, biografías e historia. Voy derecho a la sección de cocina. Mi faceta literaria puede haber disminuido, mas no así mi biblioteca culinaria o mi cintura…
Pero volviendo al asunto que nos ocupa… Hace algún tiempo, el maestro Luis Yslas lanzó en Facebook una de sus preguntas filosóficas: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?” Sin pensarlo dos veces, respondí “peruana”. Muchos quieren viajar al Perú a conocer Machu Picchu, Cusco, Nazca. Yo no. Yo quiero pasear por Miraflores, ir a almorzar al Club Nacional o a la Rosa Náutica. Quiero echarle un ojo al Leoncio Prado, ver el cielo gris de Lima (“la ciudad más fea de América”, mi papá dixit). Yo quiero comer chifa, causa, ají de gallina, carapulcra, ocopa y tacu tacu. Quiero tomar chicha morada y pisco sour (aunque todos sabemos que el pisco es chileno, mi abuelo dixit). El origen de mi fascinación por lo peruano se debe, sin duda alguna, a Don Mario, pero de él hablaré más adelante. Aparte de Don Mario y sus enseñanzas, he tenido la suerte de conocer a peruanos maravillosos que me han hecho ver que, salvando ciertas distancias históricas, somos la misma porquería. El mantuanismo limeño es igual al caraqueño. El show de la política no es muy diferente tampoco. Ellos tienen a la Chola Chabuca, nosotros a Perolito y Escarlata. Ellos tenían al loco Abimael, nosotros tenemos otro tipo de locos que no hace falta mencionar. La gran diferencia, a mi parecer, resta en los escritores y en la cocina…
Digan lo que digan (y que me perdone mi querido profesor Sandoval), en Venezuela no se ha producido nada del calibre peruano. No es mi tarea en esta pequeña crónica indagar por qué razones socio-históricas Perú ha producido a tipos como el Inca Garcilaso de la Vega, Guamán Poma de Ayala, Ricardo Palma, José Carlos Mariátegui, César Vallejo, José María Arguedas, Ciro Alegría, Julio Ramón Ribeyro y un largo etcétera. Sin mencionar a Alonso Cueto, Iván Thays, y tantos otros escritores contemporáneos que se me están escapando por el exceso de progesterona en mi sistema…
Qué ha hecho que Perú figure en el mapa literario, en especial en los últimos cien años, me resulta tan misterioso como entender por qué la cocina peruana no es más conocida e imitada. Supongo que la falta de promoción se debe a un tema de geografía. Si Perú fuera el vecino de Estados Unidos, la historia sería muy distinta. Tal vez no se hablaría de Tex-Mex, sino de Inca-Tex, o algo por el estilo.
Como en el resto de América Latina, la cocina peruana es un papiamento de ingredientes y sazones. Se encuentran muchos elementos europeos (las aceitunas negras y el huevo duro, por ejemplo, suelen coronar una buena cantidad de platos), pero no faltan los ingredientes autóctonos: la palta (nuestro aguacate), el achiote (nuestro onoto), variedades impensables de papa y maíz, y el secreto de la sazón peruana: el ají. Amarillo, rocoto (que en los Andes venezolanos se conoce como ají forote), mirasol, panca… La lista es larga y deliciosa. A diferencia de la cocina mexicana, que suele secar y tostar los “chiles”, en la gastronomía peruana la norma es la pasta de ají (un licuado de ají, algunas especias y vinagre). Lo que más llama la atención es la sutileza del picante peruano, que no opaca el sabor de la comida y que le confiere a sus platos otra dimensión (junto con el toque ácido del limón o del vinagre). Ni hablar de la cantidad industrial de platos con pescados y mariscos (no en vano Perú tiene 2.414 km de costa pacífica).
Pero hay más aún: la chifa. Así se le llama a la fusión de comida china cantonesa con la sazón peruana. La historia no es muy complicada: entre finales del siglo XIX y principios del XX, una oleada migratoria llevó a los llamados “culis” (o coolies) hasta la costa del Perú a trabajar en la construcción del ferrocarril y en haciendas algodoneras y azucareras. Los chinos se fueron adaptando al clima y a los ingredientes, incorporando al mismo tiempo elementos propios, tipo la salsa de soya, jengibre y otros vegetales antes desconocidos en la región.
Si el lector está interesado en recomendaciones particulares, aquí les van cuatro platos peruanos que no se pueden perder:
Primero en la lista, el ají de gallina es el Vargas Llosa de la cocina peruana: clásico, picante, lleno de textura, nutritivo. Se trata de un plato fuerte que amalgama ingredientes europeos y americanos: pollo, ají mirasol, nueces, papas, huevo, aceitunas. Cada familia tiene su lectura de este plato: está la versión picantosa con un toque extra de ají mirasol, al mejor estilo de Pantaleón y las visitadoras. La versión más balanceada, La ciudad y los perros, la que tiene una salsa cremosa que sirve de hilo conductor para el resto de los ingredientes, nueces crujientes que rompen con la voz monótona y la suavidad del pollo y la papa, la ocasional aceituna que interrumpe los sabores tradicionales y le da un giro inesperado al plato. También hay versiones no ortodoxas, para paladares más exquisitos, como el ají de langostinos, o los ensayos críticos de Don Mario (García Márquez, historia de un deicidio, La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary”, La tentación de lo imposible, tantos otros). En cualquiera de sus facetas, el ají de gallina, así como Don Mario, nunca decepciona.
En segundo lugar, el conocido ceviche es tipo Jaime Bayly: mucha cebolla, o mucho limón, o el pescado medio pasado, pueden arruinarlo en segundos; pero si todo está en armonía, es irresistible, sexy y refrescante. No es para todo el mundo, sin duda alguna. Hay quienes tienen alergia a los ingredientes, hay quienes no soportan la cebolla, las rodajas de ají picante (o, siguiendo la analogía literaria, el tema homoerótico de Bayly). Es cuestión de probar (con un antialérgico en la mano, por si acaso).
Mi tercera recomendación tiene un equivalente en nuestra propia jerga: los pinchos peruanos se llaman anticuchos. Tal como Santiago Roncagliolo, son sencillos pero no se pueden dejar de probar, y los hay para todos los gustos –de pollo, de carne, de pescado, novelas, cuentos, reportajes–. Lo mejor, a mi parecer, es la salsita… Cualquiera puede ensartar un trozo de carne en un palito, pero el secreto está en cómo se aliña y qué salsa lo debe acompañar. Jalpahuaica, huacatay, salsa de ají amarillo, la ironía, el humor, la reflexión. Como al anticucho, a Roncagliolo hay que dejarlo marinar. Hablemos en 10 años…
Por último, las papas a la huancaína son a la gastronomía lo que Bryce Echenique a la literatura: ricas pero pesadas. Hay que tener buena disposición de estómago para poder degustarlas (como Reo de la nocturnidad). Las papas a la huancaína se bañan con una salsa cremosa hecha a base de ají amarillo, galletas de soda y leche evaporada. Se acompañan con huevo duro y aceitunas negras. Son engañosamente sencillas, pero tienen muchísima sustancia y dan cuenta del mestizaje peruano (como Un mundo para Julius). Para saber de qué se trata la comida peruana, hay que probar las papas a la huancaína, sin lugar a dudas.
Si aún siguen con ganas de leer y comer, y ya que prometí una clara promoción de la lectura, he aquí mi recomendación final: El arte de la cocina peruana, de Tony Custer (con página web y todo: http://www.artperucuisine.com). Sin ánimos de ofender a los patrioteros y a los amantes del golfeado y el cachito de jamón, yo canjearía –sin pensarlo dos veces– un asado negro por un adobo de chancho, o unas hallacas por un seco de cordero; Casas muertas por La casa verde, o La enfermedad por Abril rojo. Para gustos, la cocina y la literatura.
Uno hace una lista mental de las cosas que quisiera y no quisiera para los hijos. Como dice Rubén Blades:
Y cuando crezca, ¿qué será? ¿Qué será? ¿Qué será? ¿Qué será?¿Será acaso un pelotero,como Aparicio o Clemente,ídolo de su gentey gloria para el béisbol?O a lo mejor sale un genio en matemática,un inventor,un gran soneroy cuidao que hasta doctor.Y eso sí, Señor, lo pido en tu nombre:que no me salga indeciso,que no me salga ladrón.
En mi lista inicial, había pedido que no fuera militar ni sacerdote, que no fuera apático, que no fuera aprovechador. Pero después de leer algunas novelas autobiográficas, por favor, ¡que no me salga escritor!
Todo el mundo dice que la vida cambia radicalmente cuando uno tiene hijos. Eso lo sabía, pero jamás imaginé que mi perspectiva de lectora también iba a sufrir una metamorfosis a tal grado. Ahora, por ejemplo, me da un escalofrío en la espalda cuando J. M. Coetzee –despiadado– dice en Infancia (1997): “Lo que él no puede entender sobre su madre es que, a pesar de que es tan estúpida que no lo puede ayudar con sus tareas de cuarto grado, su inglés es impecable, en especial cuando escribe”.
En una entrevista, un periodista malintencionado le pregunta a Frank McCourt qué habría opinado su madre sobre Las cenizas de Ángela (1996). No le habría gustado en absoluto, afirma el escritor. La crítica duele, pero viniendo de los hijos da –literalmente– en la madre. Si la señora McCourt no hubiera muerto antes de la publicación de la novela, seguramente se le habría partido el corazón al leer aquel pasaje en que Frank confiesa haberla visto mendigando un poco de comida en la puerta de la iglesia. Sin mencionar otros detalles personalísimos que el hijo narra con desparpajo e incluso con humor. Las cenizas de Ángela es una lectura que conmueve a cualquiera: una historia de miseria y privaciones que transcurre en Brooklyn, EE UU y Limerick, Irlanda, en los años 30 y 40. Una familia rota por la pobreza, por los acentos, por la vergüenza. Pero cuando se lee desde esta perspectiva de la maternidad, entonces cada tos, cada pérdida, cada desmoralización de “Frankie” cobra un sentido más dramático. Lo curioso es que, a pesar de las memorias sórdidas, McCourt no narra con amargura. Anécdota y personajes se infiltran en la biografía con fluidez, con la inevitabilidad de lo cotidiano, casi con nostalgia. Aun así, me pregunto con cuánta soltura en realidad habrá podido escribir escenas tan dolorosas como la muerte de algunos de sus hermanos, las noches de frío o la ausencia del padre alcohólico. Me pregunto también qué hace que la mayoría de la gente borre recuerdos de infancia, mientras otros los almacenen con una claridad casi masoquista. Aquel periodista, más inquisidor que crítico literario, ha debido preguntarle a McCourt no qué habría sentido su madre, sino qué sintió él mismo al descargar casi veinte años de miseria en papel. Si la literatura, después de todo, cumplió una función catártica o si, en su lugar, se convirtió en el espejo que refleja incesantemente la imagen de lo que se ha debido olvidar.
Todo el mundo tiene de qué quejarse, supongo. Orhan Pamuk, por ejemplo, habla de su vida de niño acomodado en Estambul, memorias de una ciudad (2003). Enumera los fracasos empresariales del padre, la infidelidad, la distancia. Le dedica un capítulo a las discusiones con la madre. Aunque tampoco se trata de un recuento amargo, está lleno de incertidumbre, de la angustia que se genera en la cabeza del niño cuando los modelos se tornan defectuosos. La madre es un personaje distante pero central. Las carencias se compensan con la plenitud de la ciudad, de su casa permanentemente invadida de gente. En lugar de tristeza, Pamuk habla una y otra vez de hüzün, “una melancolía más común que privada. Sin ofrecer claridad, velando la realidad más bien, hüzün nos da confort, suavizando la vista como la condensación en una ventana cuando una tetera ha estado echando vapor en un día de invierno”. Ese tono familiar, cómodo, que asume la disfuncionalidad como parte de la rutina, tampoco amortigua el golpe que supone desnudar las fallas familiares en público.
Philip Roth, por su parte, describe la niñez (semi-real, semi-ficcional) en La conjura contra América (2004), desde la candidez. Roth es el único que retrata a los padres con cierta moderación (acaso porque hay más ficción que realidad). En todo caso, el niño semi-ficcional narra desde el miedo, pero no necesariamente el propio, sino el que hereda de los padres. El niño observa que su normalidad se trastoca y los padres comienzan a desmoronarse. Se desmitifican, quizás, y esto resulta más confuso y atemorizante que la idea misma de ser discriminados por ser judíos en una América antisemita. La apacible vida clase media en Newark de los años 40 se llena de sobresaltos, de debates entre vecinos, de rumores y especulaciones. Más allá de los vericuetos históricos, La conjura evoca la pérdida de la inocencia en la medida en que Philip niño aprende a leer entrelíneas, a interpretar los susurros de los padres, callar los temores y darse cuenta de que sus acciones pueden llegar a tener alcances catastróficos. Y crecer con miedo es algo que los venezolanos conocemos de sobra. Sólo queda la esperanza de que los hijos rompan esa pesada tradición…
Pero volvamos a Coetzee. En Infancia, escenas de una vida de provincias, el autor desea la normalidad y se autocuestiona desde la perspectiva del outsider: no es inglés, no es afrikáner, no es negro. Es la visión de la niñez desde la mortificación. Toma nota detallada de las contradicciones de los padres: desde asuntos de disciplina hasta opiniones cotidianas. Ningún padre se salva del escrutinio del hijo, pero que de esto salga un Premio Nobel es otra historia… Coetzee es crudo, tal vez porque hay un elemento de distancia: narra su autobiografía en tercera persona. La visión del otro impera; otro narra su propia vida, y él mismo se siente otro, distinto de los demás niños que lo rodean en el colegio. A diferencia de Pamuk, Roth y McCourt, Coetzee no asume la óptica infantil narrando. Hay nostalgia, pero no hay humor, no hay cariño por los recuerdos. “Su corazón es viejo, oscuro y endurecido, un corazón de piedra. Ése es su vil secreto”, confiesa en algún momento. Es una descripción casi clínica, en mi opinión, pero no por eso deja de sentirse real y descarnada.
Supongo que todo tiene que ver con el carácter imperecedero de las palabras. Lo escrito queda fijo para siempre y está abierto a la lectura de todos. La memoria, efímera y traicionera, queda atrapada entre las carátulas de un libro y se convierte en realidad tangible. El dedo acusador del hijo se extiende a todos los lectores y eso, desde la perspectiva de un padre, es aterrador.
Pero más allá de la complejidad de sentimientos como culpa y recriminación, hay dos nociones que estos cuatro novelistas tratan, cada uno a su manera: la normalidad y la felicidad. En la medida en que se acercan o se alejan de la normalidad, el aurea mediocritas social, así mismo se acercan o se alejan de la felicidad. El padre desea con todas sus fuerzas que el hijo calce y sea feliz. Que brille, claro está, pero que no descuadre. Y cuando uno, padre amateur, se tropieza con estas visiones descarnadas de la niñez (pobre, acomodada, con o sin sobresaltos históricos), pide clemencia y desea que los errores pasen desapercibidos, que se difuminen en la nebulosa de la memoria infantil, que el hijo –ingeniero, abogado, contador– tenga a bien dejarle ese oficio innoble de la escritura a otros…
Dublín, marzo 2010 Artículo original en ReLectura.
La peor enemiga de la lectura es la maternidad. La biblioteca se convierte en la sala de espera de un consultorio pediátrico: Padres hoy, Qué esperar cuando estás esperando, Sopa de pollo para el niño traumatizado, Lenguaje de señas para bebés, Baby Mozart de fondo. Atrás quedan los días en que se podía saltar varias comidas para terminar la novela que tanto atormentaba. Lejanas son las noches de madrugonazo por culpa de “un capítulo más”. Facebook se convierte en la fuente más confiable de actualización cultural. Pedro Pérez acaba de terminar la última novela de Coetzee. 5 people like this. Varios comentarios (pretensiosos, la mayoría) nutren la falta de debate literario y se atesoran con fervor porque no incluyen palabras como “salpullido”, “Pampers”, “depresión post-parto” o “portabebé”.
Toda esta introducción para explicar que, aunque muy halagada por la invitación de Luis Yslas para escribir alguna reseña en ReLectura, sólo puedo, en su lugar, hacer una crónica de lo que no leo o de lo que no debo leer en esta etapa de mi vida. De cómo mi criterio de lectura ha cambiado considerablemente. Muchos incrédulos insisten: “aprovecha que pasas más tiempo en casa, lee todo lo que puedas”. Lo que la gente no sabe es que, aparte de la falta de tiempo, la maternidad también embrutece. Hoy por hoy mi criterio de lectura es bastante primitivo: no me comprometo a leer nada más largo de 100-120 páginas (y que no requiera de demasiada agudeza para seguir complicados árboles genealógicos, saltos temporales o juegos de voces narrativas). Y sólo clásicos, porque no soporto el remordimiento de conciencia si pierdo el tiempo con basura. Pero tampoco los clásicos son garantía de nada…
En estos días mi relación con Eduardo Sánchez y Lautaro Sanz se deterioró vertiginosamente cuando tuve la brillante idea de pedirles recomendaciones. Por favor, Lautaro, ¿a quién se le ocurre que una mujer recién parida quiere leer las tribulaciones de un viejo andropáusico al que mandan al cuerno por patán? No, El viaje vertical (2000) no es un buen libro, y la introspección de Federico Mayol me pareció poco memorable. Soledad, padres recalcitrantes, hijos ingratos, viajes a destiempo… Vila-Matas pasa a la lista negra de Mamá Carabobo.
Y Sánchez, todavía me debes los 12 euros que malgasté con Nocturno de Chile (2000) ‒también en esta época de crisis hay que cuidar la economía familiar y velar por el futuro de los hijos‒. Justo antes de dar a luz, se experimenta una cosa extrañísima que los gringos llaman nesting. En pocas palabras, la progesterona enloquece a la mujer y hace que “arregle el nido” para el polluelo que está por llegar. Pero el nesting no se limita a desempolvar y reorganizar el clóset. También le impone a uno un sentido del orden que empapa todas las facetas de la vida. Así que cuando, por recomendación de mi ex-amigo Eduardo, leí a Bolaño, su desastre estilístico me volvió loca. Las interminables redundancias y peroratas de Sebastián Urrutia Lacroix, las mañas estilísticas de su creador, la puntuación pobre e inconsistente me sacaron canas (aunque sí debo confesar que me divertí con algunos pasajes de la novela). Yslas dice que Los detectives salvajes es un libro mucho mejor logrado, que me reivindicará con el chileno, pero no le creo o, en todo caso, no quiero arriesgarme a perder otro amigo. Bolaño está vedado (al menos hasta que los hijos se vayan a la universidad).
Desencantada, pues, con la literatura convencional, busqué alternativas. Cayó en mis manos un libro delicioso llamado Blood River, de Tim Butcher (2007), que trata de las aventuras de este periodista inglés quien sigue la ruta de H. M. Stanley por el Río Congo, alternando la crónica de viajes con la historia y el reportaje periodístico. La selva exótica, los peligros del tercer mundo, la reflexión ante la inexorabilidad de la codicia humana chocan brutalmente con las cuatro paredes en las que la nueva madre se encuentra encerrada. No es buena idea leer este libro si la lectora aún está lidiando con los nuevos requisitos para escoger las aventuras vacacionales: cambiadores en los baños, fórmula a la venta en cualquier esquina, que no haga demasiado calor ni demasiado frío… La lista es larga y poco alentadora. Iré al Congo en otra vida.
Otro libro que NO recomiendo durante la maternidad es The plot against America / La conjura contra América, de Philip Roth (2004). Las vicisitudes de la América antisemita y los conflictos de la familia clase media gringa, narrados con el candor de la niñez y un nivel de detalle maravilloso, Lindberg, FDR, Hitler, el carácter aparentemente autobiográfico de la novela, todo esto revuelto con el trasnocho y la lactancia materna hace que la línea divisoria entre ficción y realidad se desvanezca. No es de extrañar si más de una nueva madre cree que, efectivamente, Lindberg fue presidente de Estados Unidos y que muchas familias judías tuvieron que refugiarse en Canadá antes del retorno triunfal de FDR y el reestablecimiento del orden americano. Con la maternidad, todo se toma muy a pecho (literal y literariamente…)
The Road / La carretera (2006) es otro golpe bajo. La visión post-apocalíptica de Cormac McCarthy remueve todas las fibras de la recién descubierta maternidad. Las estocadas son sutiles, la simpleza de la frase es inversamente proporcional al impacto del contenido. A través del viaje por una tierra muerta, la relación de un padre y un hijo famélicos y la reconstrucción de un pasado decadente destrozan sin piedad al lector hormonal.
Pero a pesar de este exilio forzoso del mundo de la lectura, me siento reivindicada. Hace poco leí una entrevista que publicó la revista alemana Spiegel con Umberto Eco, en la que se discutía la última empresa del escritor: “Mille e tre” o “La infinitud de las listas”, una exhibición en el Louvre que explora el significado de las listas a través de la historia. Eco afirma que incluso las listas domésticas generan cultura y son un desesperado intento por romper con los límites del lenguaje y de nuestra propia mortalidad, por asir la infinitud del universo. Sublime. De este modo, mis listas del mercado, mis frases a medias en retazos de papelitos, mi wish list de Amazon con todos los libros que quiero pero no puedo leer, están acercándome al infinito. Afortunadamente para mí, la maternidad es una constante enumeración también. Se apilan sobre mi mesa de noche, ya sin vergüenza, Kazuo Ishiguro, Douglas Coupland, Vasili Grossman y Rafia Schami. Tengo la certeza de que con ellos también me pelearé.
No ha sido fácil cambiar los criterios y los gustos literarios, el modo de leer (e incluso de escoger un libro, porque no vaya usted a creer que visitar librerías es tarea fácil con pañaleras, coches, pasillos estrechos y niños tocones). Sin embargo, no todo cambio es necesariamente malo. Supongo que ahora valoro más lo poco que leo (y lo que me falta por leer), aunque me dé vértigo, me aleje de viejas amistades, perturbe mi nuevo sentido del orden o me destroce anímicamente. Parafraseando a Eco: el que no cambia es un idiota.
Después de AÑOS de abandono injustificado y cruel, he decidido reactivar las Crónicas Dublinenses. Pero hay que bajar la barra. Siendo realistas, no puedo escribir mega-crónicas para cada evento que nos pase, pero sí puedo hacer un foto-reportaje breve contándoles las mamarrachadas que aún nos acontecen en la Isla Esmeralda.
También voy a montar aquí algunos artículos (?) que he estado publicando en ReLectura. Con ellos comienzo este retorno al mundo bloguístico (aunque no hemos dejado de publicar en las Gastrocrónicas).
Contra todos los pronósticos, comencé a escribir esta crónica diligentemente unos días después del parto, pero el destino ha querido que duerma un poco más las ideas y ha tenido la gentileza de dejarle la ventana abierta a un par de cacos irlandeses para que se llevaran mi laptop, donde tenía casi terminada la crónica original –Pintura Fresca.
Han pasado casi cuatro meses y aún sigo esperando que el cansancio se disipe y despeje mi cabeza para recordar mejor cada momento, pero no llega el día. Andrés llegó tan rápido que esta vez no hay detalles claros no por la anestesia, no por el cansancio, sino porque el pequeño rompió la barrera del sonido. En esta crónica no va a haber soundtrack o momentos de lucidez reflexiva…
La reflexión vino a priori y a posteriori. Durante el embarazo estuvimos recordando y comparando frecuentemente. A pesar de que Diego había superado todas nuestras expectativas, en cierto modo pensábamos que esta vez no habría muchas sorpresas. El segundo embarazo se dio con menos sobresaltos y angustias (y menos molestias en el primer trimestre). El cuerpo parecía ya acostumbrado a los cambios radicales. Cada uno, por su lado, imaginaba a Andrés como una fotocopia de su hermano mayor. Cuando me hicieron el último eco 3D quedamos convencidos. Otro Diego-clon. Pero cada hijo se encarga de demostrar su individualidad a toda costa, así que Andrés comenzó a patear antes de tiempo. Las últimas semanas del embarazo fueron agotadoras. Las Braxton-Hicks, que con D fueron moderadas, indoloras y hasta divertidas, con A cada vez dolían más. En lugar de estar tranquila porque ya sabía cómo era el asunto, estaba desconcertada por los nuevos síntomas. El 23/9 me desperté con contracciones bastante fuertes, pero irregulares. Estuvimos esperando, haciendo apuestas a ver si Andrés iba a nacer el día del cumpleaños del tío PP, pero nada… Las contracciones iban y venían. Ya estaba durmiendo bastante mal y tenía mucha ansiedad por la llegada de CC (el 25/9). Finalmente, el domingo 28, a las 9 de la mañana, me desperté cuando sentí que rompía fuentes. Algo novedoso. Con D me rompieron fuentes en el hospital, con contracciones fuertes de por medio.
Como el primer parto había sido tan rápido y ya tenía contracciones esporádicas, estaba segura de que ahora la cosa sería rapidísima. Por eso me sorprendió que pasaran los minutos y nada, ni el más mínimo dolor. Me dio tiempo de bañarme, arreglar el cuarto, despertar y darle desayuno a Diego, y terminar de alistar la maleta.
Llegamos a la clínica a eso de las 10:15. En esta segunda vuelta, cambiamos de locación. Ya no se trataba de un hospital viejo, en el corazón de Dublín georgiano, sino de una clínica más parecida a lo que uno ve en Caracas.
Cuando tuve a D, recuerdo tener la sensación de que ahora pertenecía a otra casta, que algo metafísico me separaba de los hombres y del resto de las mujeres que no tenían hijos. Con el tiempo esta sensación no desapareció, pero sí fue amainando. Después de experimentar los cambios increíbles de los nueve meses de embarazo, después de sentir la violencia con la que la mecánica del cuerpo trata de expulsar al bebé, ninguna mujer es la misma de antes. Tenía muchos deseos de revivir esos sentimientos tan poderosos pero, en cierto modo, pensaba que ya lo había experimentado todo. Después de hora y media de haber roto fuentes, y sin indicios de contracciones, debo confesar que estaba un poco desilusionada. Había demasiada lucidez (casi fría) en mi cabeza. Me hacía falta la adrenalina del susto, del dolor, de la expectativa…
Al llegar al piso de maternidad, me hicieron cambiar de ropa y me revisaron. La doctora de guardia (Valery) dijo que el trabajo de parto podía empezar en las siguientes 24 horas. Te puedes ir a tu casa si quieres. Pero mi voz interna gritó ¡Ni loca! Mientras H bajó a la administración a llevar unos papeles, la midwife –que en otro giro extraño del destino se llamaba Nora, al igual que mi abuela– me llevó a la habitación que me correspondía, para ponerme cómoda y esperar. Al llegar, la pareja que debía desocuparla no se había ido, así que tuve que volver al cuarto de examen. No habíamos terminado de llegar cuando tuve la primera contracción. Cuando H regresó, había tenido unas dos o tres más y ya estaban bastante fuertes. Nora me examinó de nuevo. Tienes cuatro centímetros de dilatación. Ya no creo que dé tiempo de poner anestesia…
Si las horas de parto con Diego fueron difusas y extrañas, los minutos del parto de Andrés fueron una especie de implosión temporal. No tengo nada claro. Hugo tampoco. Lo que en mi mente –aun hoy después de cuatro meses– fueron horas, en realidad fueron minutos. Un segundo estaba caminando por el hospital y al siguiente estaba inclinada sobre una cama, sudando frío y soñando con que me perforaran la espalda para ponerme la epi.
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Pero antes de llegar a ese punto, un inciso explicativo. Como ya confesé en la crónica de Diego, yo había pasado ese primer embarazo con la fantasía pseudo-amazona de tener el parto lo más natural, menos intervencionista posible. La realidad, aquella madrugada del 13 de octubre, me dio una bofetada en la cara. Me encontré a mí misma lloriqueando y pidiendo clemencia. Una epidural más tarde, tuve un parto intelectualmente lúcido y transparente. Puja, respira, aguanta, puja, bienvenido Diego. No me arrepiento de haber sucumbido ante la anestesia. Disfruté cada contracción, tuve conciencia plena de las “etapas del parto”, una a una. Toqué, vi, sentí (claro, como quien siente un puñetazo a través de una almohada). Un año después, en octubre del 2007, mi amiga mexicana Rossy daba a luz a Tavito epi-free (más por accidente que por decisión propia). Hablar con la Rose después, ver su cara de serenidad… Pues sí, Ceci, me dolió un chorro, pos ni modo… Quedé picada. ¿Cómo que pos ni modo? ¿Cómo se sobrevive a algo así? Ahora esta pregunta sí tenía un fundamento empírico. Si unas cuantas horitas de contracciones habían doblegado mi espíritu y mis convicciones, ahora sabía a cabalidad que un parto sin anestesia debía ser algo de otro mundo. Para una casta de súper-mujeres que ya casi no existía.
En julio del 2008, apenas semanas antes del nacimiento de Andrés, mi amiga argentina Lola también dio a luz sin anestesia. Esta vez oí la historia a minutos de haber ocurrido, por boca de ambos padres. Lola era, sin duda, otra súper-mujer. Esa noche estaba radiante, como si nada. ¿Pero no te dolió horrores? ¿Cómo hiciste? Y nada, así nomás, me dijo levantando hombros y cejas. Yo, por mi parte, ya muy cansada y recordando con vivacidad el dolor de las contracciones, me sentía cada vez más lejos de esa casta. Ya estaba decidida a aguantar lo necesario de mi casa al hospital, a ponerme en posición fetal y a recibir los beneficios analgésicos que nos regaló el siglo XX.
Pero las cosas siempre terminan pasando de la manera más imprevista, a pesar de que el cosmos no cesa de dejar señales en todas partes. No bastaba con las experiencias cercanas de Rossy, de Lola, de Anne (una compañera de colegio noruega que parió en su casa a un niño de casi cinco kilos en primavera). Después de muchos años de habernos perdido la pista, en verano volví a saber, vía Facebook, de una querida amiga del Cristo Rey: Samanta. Sami estaba embarazada de su segunda hija y esta vez quería lanzarse a parir al natural. Hablamos de nuestras experiencias, de la necesidad cultural por la anestesia, las inducciones y la cesárea, el miedo al dolor y de cómo hemos aprendido a subestimar el aguante femenino. Todo estaba por verse. Una cosa era hablar, otra parir. Unos días después del nacimiento de su Amaya, Sami me escribió contándome con detalle lo que ella calificó como “una experiencia orgásmica”. A pesar de su entusiasmo y sus palabras alentadoras, en ese momento me sentía completamente incapaz de sobrellevar algo parecido a lo que me contaba.
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No recuerdo en qué momento pasé de estar parada a recostarme en la cama. Supongo que fue cuando la doctora de turno regresó a revisarme y dijo que ya tenía ocho centímetros (mi fantoche de doctor, que nos estafó por nueve meses y nunca me tocó la barriga siquiera, no apareció jamás). La cosa es que la gente seguía entrando y saliendo de la habitación, y en una de esas llegó el anestesiólogo –un hombre enorme, gordo y pelón, con dedos de tequeño (o, referencia más internacional, con dedos de morcilla pálida). Pero la apariencia física del doctor era lo de menos. El elemento clave aquí es que el anestesiólogo, el tipo que iba a meterme una aguja entre vértebra y vértebra, temblaba como gelatina. Quise creer que la que temblaba era yo, que estaba viendo mal. Pero ya las contracciones no tenían pausa. Era una continua batalla muscular. La cuestión es que el simpático Dr. Parkinson me perforó la mano para ponerme la vía y luego me invitó a ponerme en posición fetal, sobre mi lado izquierdo y a la orilla de la cama. Pero una vez de medio lado, ya las ganas de pujar eran más fuertes que mi amor por los barbitúricos. El doctor seguía diciendo Tranquila, sólo respira (cabe mencionar que entre el dolor y las instrucciones cruzadas del doc y la enfermera –Respira largo y profundo, honey, y Bocanadas cortas y seguidas, poh poh poh– yo ya estaba mareada e hiperventilando). Para hacer el cuento corto, y así serle fiel a los eventos, cada vez que me daba el retorcijón –disimuladamente y como quien no quiere la cosa– pujaba un poquito y el alivio era tremendo. Cuando el doc se volteó para buscar el catéter declaré, categóricamente, I need to push, y mientras lo decía, hecha un ovillo y en el borde de la cama de aquel cuarto de examen, pujé tal como la naturaleza me lo pedía. Lo siguiente que supe fue que el doctor me palmeó en el hombro y me dijo Hice todo lo que pude, honey, y se largó por donde vino. Hubo un revuelo en la habitación (honestamente, no sé cuánta gente había; creo que sólo quedaban Hugo y Nora). Sólo sé que Nora me levantó la pijama y me dijo Arrímate al centro de la cama, o vamos a tener que atajar al bebé en el aire. No sé cómo hice, pero entre pujadas y a empujones de Hugo, me arrimé. Seguía en posición fetal y seguía pujando sin mucha técnica (atrás habían quedado los consejos y las clases prenatales…). Mi mortificación inmediata era cómo iba a hacer para pujar y levantar la pierna al mismo tiempo. El pobre Andrés iba a nacer como una barajita. Pero Nora pareció leerme el pensamiento y le dijo a Hugo que me soltara la mano y se hiciera útil. Creo que en ese momento llegó otra enfermera a ayudar. La siguiente mortificación fue ¿De dónde me agarro? ¿Qué hago con las manos? Estiré los brazos por encima de la cabeza y agarré lo primero que encontré –tal vez el copete de la cama, tal vez el borde del colchón. En un momento de lucidez sí recordé que era más eficiente pujar mientras exhalaba, con la barbilla al pecho y sin hacer la fuerza con la cara. Traté de establecer algún ritmo (eso había sido tan fácil con Diego), pero esta vez el cuerpo dictaminaba la metodología. No creo haber pujado más de tres veces cuando alguien notó la aparición de una cabeza. A mí no me hacía falta el anuncio. Era clarísimo el trayecto del bebé. En ese instante recordé con nitidez las palabras de mi amiga Samanta: el anillo de fuego. Es una sensación muy particular cuando la cabeza está coronando y comienza a salir. Esta es la parte del relato donde todo el mundo tiene el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Esta es la parte del parto que yo no concebía sin anestesia. Este es, sin embargo, el momento de mayor alivio de los nueve meses de embarazo. A pesar del ardor y del dolor, a pesar de Hugo diciéndome No grites, Ceci (y yo mentalmente respondiéndole Acuéstate y pare tú, condenado), los segundos que dura el paso del bebé al mundo exterior, umbral foucaultiano de episteme a episteme, ruptura de ciclos, estallido de vida, es el mejor momento de toda mi existencia.
Después de esos segundos hay tanta adrenalina en mi cuerpo que no puedo parar de temblar y llorar. Siento que puedo parir cien veces más y que soy indestructible. En algún momento me pusieron boca arriba, pero no recuerdo cómo me volteé o cómo me sostuve. No recuerdo quién le cortó el cordón al bebé, jamás le vi la cara a la otra enfermera. Las rodillas eran de gelatina, sudaba frío, pero era la mujer más fuerte del mundo. Tuve la tranquilidad de ver el reloj de la pared (eran las 12.21) y de recordarle a Hugo que tomara fotos (la cámara había quedado abandonada al otro lado de la habitación). Andrés lloraba a todo pulmón. Me levantaron la pijama y me lo pusieron en el pecho.
Con Andrés sobre mí, después de esa batalla campal, mi cuerpo flotaba por encima de todos. Las enfermeras me hablaban, yo respondía en un inglés fluido, como si nada, pero al mismo tiempo, como desdoblada, veía la escena desde otro ángulo (la adrenalina es así de mágica…).
La certeza que tuve ese día es que debe haber sólo un puñado de sensaciones físicas tan poderosas como un parto. Yo nunca había experimentado algo tan intenso e instintivo como esa mañana del 28 de septiembre. El cuerpo estaba actuando por encima de mi voluntad racional, dictaba y ejecutaba, y yo no podía escuchar más voces que las del instinto.
Después del torbellino, la verdadera sorpresa fue cuando por fin lo vi de frente. Andrés era distinto a Diego. El lector puede pensar que soy una perfecta idiota al haber esperado lo contrario, pero ni la más florida de las imaginaciones puede construir la cara del bebé que está por nacer. Andrés era otro, único desde el segundo en que supimos del embarazo. Sus manos, su olor, la manera de relacionarse conmigo, con Hugo, es distinta y particular. Renacen los miedos iniciales, como si no hubiéramos tenido ya otro hijo: qué tiene, por qué llora, lo estaré agarrando bien, me va a querer, será una buena persona (será un serial killer), cómo sobrevivo si le pasa algo. Doy a luz y me reexamino como persona. Mi cuerpo, adolorido y cansado, está más vivo que nunca. Soy capaz de todo. Logré ser parte de esa casta superior que en realidad somos todas las mujeres. Me reexamino espiritualmente. Ser papá te hace fuerte y te hace más vulnerable que nunca. El hijo –el primero, el segundo, el quinto– es el punto débil. Cuando llora, cuando se retuerce por un simple cólico, te quitan el piso de los pies. Cuando tomas conciencia de que le puede pasar algo, que el mundo es hostil y que a la vuelta de la esquina hay algo que le puede hacer daño, entonces te provoca hacerte un ovillo y llorar a moco tendido.
El saldo final, aparte de un bebé hermosísimo, peludito y gordo, fue que me saqué el clavo de ver cómo era posible superar los prejuicios del dolor y sentir lo que habían sentido mis abuelas. El aprendizaje inmediato es que soy una “adrenaline junkie” y repetiría la experiencia segundo a segundo. Sentir, un minuto atrás, al bebé moverse en la barriga, y al siguiente tenerlo en brazos después de un proceso casi sísmico es simplemente sobrecogedor. Después de minutos, horas tal vez, de no poder discernir, encuentro en mis brazos a una persona tan frágil durmiendo, respirando, apenas aprendiendo a moverse. Le apoyo la mano en el pecho y su calor me saca lágrimas. Vuelvo a tener ese vértigo en el estómago que tuve dos años atrás: me necesita tanto, pero yo lo necesito más a él. Y desde ese momento, el verdadero instante en que Andrés y yo nos conocimos, me convertí en Ceci, la mamá de Diego y Andrés. Esa es mi nueva, verdadera identidad. Lo demás no importa, son adornos superficiales.
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Es tarde. Todos mis muchachos están durmiendo mientras afuera llueve a cántaros y las gotas golpean el techo y las ventanas. Vivimos muy lejos. De vez en cuando bajamos la cabeza, abatidos por la distancia, y nos preguntamos cuándo será el próximo domingo, la próxima navidad, el próximo cumpleaños que pasemos con la familia completa. Pero cada parto es un comienzo nuevo, no sólo para el recién llegado, sino para todos los que estamos cerca de él. Ahora somos cuatro; nos necesitamos y nos hacemos compañía. Creamos nuestras propias tradiciones y nos hacemos el propósito, Hugo y yo, de multiplicarnos como padres para llenar el vacío que deja la distancia y el desarraigo. Llenar todos los huecos con historias, fotografías, visitas, viajes y proyectos. Es por eso que escribo estas caóticas palabras. Quisiera que supieran, tal vez cuando a ellos les toque ser padres, lo que sentí cuando llegaron. Que sepan que su compañía hace llevadero todo lo difícil que nos toque por vivir. Que sepan que el parto, experiencia increíble y vertiginosa, es sólo el comienzo de otra experiencia inconmensurable e inenarrable: verlos crecer y quererlos cada día más.
De este modo cierro, casi cuatro meses más tarde, la crónica del nacimiento de Andrés. He decidido mantener el título original porque sigo teniendo muy fresca la sensación de estar sometida al poder inefable de la naturaleza sobre mí y por encima de mi voluntad. Me disculpo por la falta de “poesía” en esta narración, la ausencia de hilo conductor, el fragmentarismo y demás pelones estilísticos (aparte, está de moda escribir mamarracho…). Cierro deseándoles a mis amigas barrigonas (y a las que están dándole vueltas a la idea) que tengan un buen parto y un feliz comienzo de nueva vida, en el sentido más verdadero de la expresión.